Malala para siempre

ROSA MONTERO (*) El País Internacional

Malala la brava, Malala la bella, la niña que se enfrentó a los talibanes. No sé qué habrá sido de Malala cuando este artículo llegue a tus manos, quince días después del momento en que lo escribo. Espero que esté mejor. Que se recupere lo más rápidamente posible de sus brutales heridas. Espero que no le duela mucho todo este martirio que está atravesando y lo que aún le queda por soportar: si todo va bien, tendrán que operarla para reconstruirle el cráneo y la mandíbula. La bala entró por encima del ojo, le atravesó el maxilar y se enterró en su hombro: es un milagro que esté viva. Espero, sobre todo, que no le queden secuelas: “Hay cierto daño físico en el cerebro”, dijo el médico que la atiende en el hospital del Reino Unido. ¿Será posible que esos malditos monstruos hayan logrado lesionar esa mente vibrante y luminosa? Y además del daño orgánico hay que tener en cuenta el daño psíquico, el trauma, el miedo, la angustia: una profunda herida que no se ve, pero que puede quebrarle el espinazo a cualquiera. Por no hablar de otras consecuencias que ahora parecen menores comparadas con la lesión cerebral, pero que también pueden ser terribles: ¿masticará bien, quedará muy desfigurada, padecerá dolores de cabeza durante toda su vida? Qué destrozo tan malvado y tan inútil. Hay un documental de The New York Times sobre Malala y su padre. Fue rodado en el 2009 en Swat, la zona del noroeste de Pakistán en donde vivía la niña. El video dura media hora y está en inglés, pero es uno de los documentos más conmovedores e impactantes que he visto en mi vida (http://www.nytimes.com/video/2012/10/09/world/asia/ 100000001835296/class-dismissed.html). Malala, que por entonces tenía once o doce años, es de una lucidez estremecedora. Parece más madura, más sabia, más realista que su apasionado y soñador padre. Tan adulta que dan ganas de llorar: antes de meterle una bala en la cabeza, los integristas le robaron la infancia. Qué inmensa cobardía la de los talibanes: no se atreven a enfrentarse a una niña inteligente y por eso intentan asesinarla. Sobrecoge el odio que estos energúmenos tienen a las mujeres: son enfermos sociales. Hay algo en ellos que me recuerda la historia del rey Sahriyar, el monarca de “Las mil y una noches”, que, tras descubrir que su mujer lo engañaba, dedicó su vida a la venganza y durante tres años desfloró (o sea violó) cada noche a una joven virgen y la mandó degollar al amanecer. Hasta que llegó Shahrazad y lo enamoró con sus palabras y con bellos cuentos que ella dejaba suspendidos en un momento de intriga a la salida del sol. Con ello, Shahrazad aspiraba no sólo a salvar su propio cuello (podría haber escapado del reino, pero se presentó voluntaria al suplicio) sino a liberar a todas las mujeres, en primer lugar, de la carnicería decretada por el rey, pero también, y metafóricamente, de la incomprensión y la brutalidad de los hombres. Ya lo dijo el conocido psiquiatra infantil Bruno Bettelheim: “Los mitos y los cuentos nos hablan en el lenguaje de los símbolos y representan el contenido del inconsciente”. Hay un delirio violento que acecha a los varones, un miedo demencial a las mujeres simbolizado en esa esposa que supuestamente engaña al rey Sahriyar, en esa Eva que ofrece una manzana a Adán y lo conduce a la perdición; y cuando Shahrazad se pasa mil noches conversando y conviviendo con el rey, y tiene tres hijos con él y lo enamora, también lo está salvando a él de su enfermedad, de la orgía de sangre en la que vivía, de su aterrador instinto asesino. Como dice Bettelheim con expresión moderadísima: “Ha curado su depresión”. Malala, como Shahrazad, aspira al poder sanador y constructor del conocimiento y la palabra, y esos bárbaros enfermos han intentado arrebatárselo sin comprender que también los salvaría a ellos. Y no se trata sólo de Malala: todas las niñas, todas las mujeres de la zona noroeste de Pakistán (por no hablar de las de Afganistán) están en peligro. Tras el atentado contra Malala hemos podido ver en televisión las imágenes de las niñas paquistaníes manifestándose en apoyo de su compañera: serias, muy serias, a sus doce, trece, catorce años; dejándose filmar a cara descubierta en un acto de una heroicidad civil tan descomunal (están tan indefensas y tan solas) que se me pone la carne de gallina al recordarlas. Por eso hay que hacer de Malala una bandera, porque las representa y nos representa, porque es el símbolo de la libertad y la convivencia. Levantémosle estatuas en los parques, que las avenidas principales de las ciudades del mundo lleven su nombre, llamemos a las recién nacidas como ella, hagamos que todo este dolor tenga consecuencias luminosas. Malala para siempre. Muchas gracias, niña. (*) Periodista y escritora española


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