Mano dura
El primer ministro británico, el conservador David Cameron, con el respaldo decidido del líder del laborismo opositor Ed Miliband, ha reaccionado ante la revuelta callejera que por algunos días hizo de Londres y otras ciudades zonas liberadas infestadas por una multitud de saqueadores vandálicos, poniendo en marcha una estrategia de tolerancia cero que contrasta con la pasividad frente a la violencia callejera que, hasta la semana pasada, era característica de las autoridades. Claramente asustados por lo que acaba de suceder, los integrantes principales de la clase política han cerrado filas para intentar un giro de 180 grados, ya que durante años se habían inclinado por minimizar la importancia de la delincuencia juvenil. Convencido de que los disturbios fueron agravados por la sensación de impunidad que se ha difundido en los años últimos, el gobierno británico ha optado por enseñar a los tentados a aprovechar oportunidades para robar o provocar incendios que todo acto delictivo tendrá consecuencias dolorosas para los culpables, ha ordenado a la policía recuperar los bienes robados, detener a los ladrones y llevarlos a la Justicia que, con rapidez insólita, se ha puesto a sentenciar a centenares a pasar meses en la cárcel. Y como si esto no fuera suficiente, quiere que en adelante la policía, la que vaciló en intervenir por miedo no tanto de lo que podrían hacer los revoltosos cuanto por las eventuales repercusiones para los agentes de cualquier reacción que podría considerarse excesiva, adopte una actitud mucho más dura. A juzgar por las palabras del primer ministro y del líder de la oposición, en Gran Bretaña lo que aquí se calificaría de “represión” policial está por volverse rutinario. Aunque el cambio anunciado por Cameron cuenta con la aprobación de la inmensa mayoría de los británicos y parece haber servido para intimidar al grueso de los vándalos que, para estupor de sus compatriotas, incluía a muchas personas de clase media que no enfrentan problemas económicos, no hay ninguna garantía de que sirva para atenuar el malestar que afecta a sectores significantes de la población del Reino Unido. Mientras que en otros países ricos quienes participan de disturbios como los que estallaron en Londres, Manchester y Birmingham suelen pertenecer a “minorías” que tienen motivos para sentirse excluidas de la prosperidad consumista o víctimas de prejuicios étnicos, como es el caso de los “jóvenes” que en Francia siguen provocando desmanes en los barrios pobres de París, muchos de los que causaron tantos estragos en Londres son personas al parecer “normales”. No sorprende, pues, que comentaristas no sólo británicos sino también norteamericanos y de distintos países europeos hayan atribuido el estallido de violencia a un colapso moral que a su entender afecta a una franja amplia de una sociedad antes considerada intrínsecamente tranquila. Como algunos han señalado, el arquetípico agente policial británico, el “bobby” desarmado y cortés, sólo era posible en una sociedad tan respetuosa de la ley que casi todos se sentían impresionados por su presencia. Cuando de luchar contra la criminalidad se trata, a la larga las sanciones sociales son mucho más eficaces que la represión. Si en el pasado el Reino Unido era un país relativamente pacífico, se debió menos al temor a la policía que a la conciencia de que quienes violaran la ley merecerían el desprecio hasta de sus propios familiares. Así las cosas, podría resultar que las medidas llamativamente duras que ha emprendido el gobierno de Cameron incidan menos en la vida británica que la reacción indignada de tantos ciudadanos, entre ellos muchos inmigrantes procedentes de sociedades más tradicionales, frente a la conducta de las decenas de miles de individuos que, confiados en que la policía nunca los atraparían, se pusieron a robar bienes electrónicos, ropa deportiva de marca y otros artículos, costosos o baratos, aun cuando, en muchos casos, estuvieran en condiciones de comprarlos. Es de prever, pues, que el que tantos habitantes del Reino Unido hayan dejado saber que no están dispuestos a permitir que se repita el vandalismo en gran escala que devastó barrios enteros contribuya más a restaurar la calma que todas las medidas represivas que puedan ordenar las autoridades.
Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 945.035 Director: Julio Rajneri Codirectora: Nélida Rajneri de Gamba Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA – Domingo 14 de agosto de 2011
El primer ministro británico, el conservador David Cameron, con el respaldo decidido del líder del laborismo opositor Ed Miliband, ha reaccionado ante la revuelta callejera que por algunos días hizo de Londres y otras ciudades zonas liberadas infestadas por una multitud de saqueadores vandálicos, poniendo en marcha una estrategia de tolerancia cero que contrasta con la pasividad frente a la violencia callejera que, hasta la semana pasada, era característica de las autoridades. Claramente asustados por lo que acaba de suceder, los integrantes principales de la clase política han cerrado filas para intentar un giro de 180 grados, ya que durante años se habían inclinado por minimizar la importancia de la delincuencia juvenil. Convencido de que los disturbios fueron agravados por la sensación de impunidad que se ha difundido en los años últimos, el gobierno británico ha optado por enseñar a los tentados a aprovechar oportunidades para robar o provocar incendios que todo acto delictivo tendrá consecuencias dolorosas para los culpables, ha ordenado a la policía recuperar los bienes robados, detener a los ladrones y llevarlos a la Justicia que, con rapidez insólita, se ha puesto a sentenciar a centenares a pasar meses en la cárcel. Y como si esto no fuera suficiente, quiere que en adelante la policía, la que vaciló en intervenir por miedo no tanto de lo que podrían hacer los revoltosos cuanto por las eventuales repercusiones para los agentes de cualquier reacción que podría considerarse excesiva, adopte una actitud mucho más dura. A juzgar por las palabras del primer ministro y del líder de la oposición, en Gran Bretaña lo que aquí se calificaría de “represión” policial está por volverse rutinario. Aunque el cambio anunciado por Cameron cuenta con la aprobación de la inmensa mayoría de los británicos y parece haber servido para intimidar al grueso de los vándalos que, para estupor de sus compatriotas, incluía a muchas personas de clase media que no enfrentan problemas económicos, no hay ninguna garantía de que sirva para atenuar el malestar que afecta a sectores significantes de la población del Reino Unido. Mientras que en otros países ricos quienes participan de disturbios como los que estallaron en Londres, Manchester y Birmingham suelen pertenecer a “minorías” que tienen motivos para sentirse excluidas de la prosperidad consumista o víctimas de prejuicios étnicos, como es el caso de los “jóvenes” que en Francia siguen provocando desmanes en los barrios pobres de París, muchos de los que causaron tantos estragos en Londres son personas al parecer “normales”. No sorprende, pues, que comentaristas no sólo británicos sino también norteamericanos y de distintos países europeos hayan atribuido el estallido de violencia a un colapso moral que a su entender afecta a una franja amplia de una sociedad antes considerada intrínsecamente tranquila. Como algunos han señalado, el arquetípico agente policial británico, el “bobby” desarmado y cortés, sólo era posible en una sociedad tan respetuosa de la ley que casi todos se sentían impresionados por su presencia. Cuando de luchar contra la criminalidad se trata, a la larga las sanciones sociales son mucho más eficaces que la represión. Si en el pasado el Reino Unido era un país relativamente pacífico, se debió menos al temor a la policía que a la conciencia de que quienes violaran la ley merecerían el desprecio hasta de sus propios familiares. Así las cosas, podría resultar que las medidas llamativamente duras que ha emprendido el gobierno de Cameron incidan menos en la vida británica que la reacción indignada de tantos ciudadanos, entre ellos muchos inmigrantes procedentes de sociedades más tradicionales, frente a la conducta de las decenas de miles de individuos que, confiados en que la policía nunca los atraparían, se pusieron a robar bienes electrónicos, ropa deportiva de marca y otros artículos, costosos o baratos, aun cuando, en muchos casos, estuvieran en condiciones de comprarlos. Es de prever, pues, que el que tantos habitantes del Reino Unido hayan dejado saber que no están dispuestos a permitir que se repita el vandalismo en gran escala que devastó barrios enteros contribuya más a restaurar la calma que todas las medidas represivas que puedan ordenar las autoridades.
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