Ni un clavo

Al igual que sus homólogos de otras latitudes, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se ha declarado contraria por principio al proteccionismo, pero parecería que sus convicciones en tal sentido son menos firmes que las de la mayoría. A juzgar por las medidas tomadas por su gobierno para obstaculizar la llegada de bienes e insumos procedentes del exterior y por su propia retórica, preferiría que el país no importara nada, “ni un clavo”, como dijo al hablar ante la convención más reciente de la Cámara Argentina de la Construcción”. Sin embargo, aunque es de suponer que la producción nacional de clavos es suficiente como para cubrir casi todas las necesidades de los constructores locales, en algunos casos por lo menos tendrán motivos para querer utilizar variantes importadas, mientras que en otros sectores, sobre todo los que dependen de la alta tecnología, no será posible depender exclusivamente de los bienes y, desde luego, de los servicios de origen local. En la actualidad, ningún país, ni siquiera Estados Unidos, puede darse el lujo de prescindir por completo de partes importadas: nos guste o no, el sueño decimonónico de la autarquía no tiene lugar en un mundo globalizado. De todos modos, los esfuerzos denodados del gobierno por mantener a raya las importaciones tienen menos que ver con el nacionalismo económico, que es universal, que con la precariedad de la balanza comercial. La pérdida de “competitividad” del peso, la incapacidad ya tradicional de las empresas locales para conquistar mercados en el exterior si no cuentan con acuerdos políticos con otros países y la necesidad de gastar cada vez más dinero comprando energía, se han combinado para reducir drásticamente el superávit al que nos había acostumbrado merced a los precios elevados de nuestros productos agrarios. La forma tradicional de mejorar el panorama comercial consistiría en devaluar el peso, pero el gobierno no quiere hacerlo por miedo al impacto inflacionario que con toda seguridad tendría. He aquí el motivo de la campaña furiosa que están librando el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, y otros funcionarios, contra las importaciones. Tal estrategia acarrea el riesgo de provocar represalias, como descubrimos cuando bajo pretextos el gobierno brasileño y el chino optaron por trabar nuestras exportaciones, pero contamos con la ventaja de depender mayormente de la venta de bienes no industriales; hasta ahora, los fabricantes de otros países no se han sentido constreñidos a protestar contra una “invasión argentina”. De todos modos, si no fuera por el campo, nuestro país apenas participaría del comercio internacional, lo que es sin duda motivo de satisfacción para empresarios poco competitivos y también para muchos sindicalistas, pero no debería serlo para los demás. Puede argüirse que el aislamiento relativo resultante nos ha hecho menos vulnerables a las sucesivas crisis económicas mundiales, pero también ha incidido de manera muy negativa en la evolución económica del país que, a diferencia de otros, no se ha visto beneficiado por el aumento fenomenal del comercio internacional registrado en las décadas últimas. Además de brindar oportunidades a empresarios ambiciosos, la globalización así potenciada ha posibilitado que centenares de millones de personas de ingresos limitados, tanto en los países ricos como en los aún subdesarrollados, hayan podido disfrutar de una multitud de bienes de consumo a precios llamativamente inferiores a los vigentes aquí. Asimismo, no cabe duda de que la necesidad de competir contra “los invasores” ha contribuido a mejorar la eficiencia, y por lo tanto la productividad, de las empresas de los países menos cerrados, algo que, por desgracia, sólo ha ocurrido esporádicamente en la Argentina, donde hasta la apertura más parcial se ve condenada en seguida por los lobbies empresarios que acusan al gobierno responsable de querer matar la industria nacional. Parecería que para nuestros gobernantes es imposible encontrar un punto de equilibrio entre lo de no permitir entrar “ni un clavo” y una apertura repentina que deje a la intemperie no sólo a quienes están habituados a medrar merced a las barreras comerciales sino también a los que en buena lógica deberían estar en condiciones de competir contra cualquier rival extranjero.


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