Norte y Sur

Como acaba de confirmar la reunión en Bruselas de los máximos dirigentes de los 27 países de la Unión Europea en que se aprobó, por primera vez, un presupuesto comunitario para el período 2014-2020 menos costoso que el anterior, la principal línea divisoria en el Viejo Continente corresponde con precisión inquietante a las diferencias culturales que los “eurócratas” más fervorosos quisieran dejar atrás. Por un lado está el bloque norteño liderado, en esta oportunidad, por el primer ministro británico David Cameron, que incluye a Holanda, los países escandinavos y Alemania, si bien por motivos políticos la canciller Angela Merkel procuró mantener un perfil relativamente bajo. Por el otro, está uno sureño en que se encuentran Italia, España, Portugal, Grecia y, mal que le pese al presidente François Hollande que preferiría no encabezar una alianza “latina”, Francia. Mientras que los norteños reclamaban más austeridad, los del sur pedían más fondos porque sus países están hundiéndose con rapidez, con tasas de desocupación sumamente altas que andando el tiempo no podrán sino provocar repercusiones sociales, y tal vez políticas, muy graves. Ganaron los del norte que arguyeron que sería insensato reducir el gasto público en sus propios países pero aumentarlo en la Unión Europea en su conjunto. Aunque el presupuesto acordado por los 27 mandatarios necesitará verse aprobado por el Parlamento europeo, pocos creen que un eventual veto serviría para que el bloque norteño se resignara a subsidiar a los países del sur. Como era de prever, la postura asumida por Cameron, Merkel y sus socios de Escandinavia y Holanda ha sido atribuida a la falta de solidaridad y a su compromiso puritano con el rigor fiscal. Asimismo, según los keynesianos, será contraproducente insistir en implementar programas de austeridad justo cuando la Unión Europea requiere una inyección masiva de dinero fresco para recuperarse. Sin embargo, los convencidos de la necesidad de reducir el gasto público o, por lo menos, impedir que siga creciendo fuera de control pueden señalar que en países como España cantidades colosales de dinero han sido usadas para construir proyectos faraónicos que nadie disfruta o decenas de miles de viviendas no ocupadas. También hacen hincapié en las consecuencias nefastas de la corrupción que es ubicua en los países mediterráneos en que elites conformadas por políticos, banqueros y empresarios se las han ingeniado para apoderarse de muchos miles de millones de euros sin beneficiar en absoluto al grueso de sus compatriotas, de ahí la deuda inverosímil acumulada por Grecia. En los meses últimos se ha difundido la impresión de que a pesar de todo el euro logrará sobrevivir porque los griegos, italianos y españoles entienden que sería poco razonable aspirar a ingresos equiparables como los de los habitantes de países más competitivos. Aunque hay un consenso en que fue prematuro de parte de sus gobiernos comprometerse con el proyecto político del que el símbolo máximo es la moneda única, se supone que los costos de abandonarlo serían decididamente mayores que los supuestos por cualquier alternativa. Por lo tanto, la solución consistiría en que los países del sur lleven a cabo una larga serie de reformas estructurales parecidas a las recomendadas por sus socios norteños, reformas que acarrearían muchos cambios culturales. Se trataría, pues, de someterse a un programa de “modernización” que sin duda sería doloroso pero que, en vista de la resistencia de los alemanes, británicos y otros a subsidiar, a un costo creciente, un statu quo claramente insostenible, es inevitable. En teoría, están en lo cierto quienes subrayan la necesidad de que los países en apuros se adapten a las circunstancias imperantes, pero por desgracia no hay garantía alguna de que lo que tienen en mente resulte políticamente viable. Por ahora, la voluntad mayoritaria de los sureños de aferrarse al euro ha servido para moderar la oposición a un esquema que ya ha depauperado a millones de personas y que ha tenido un impacto terrible en el mercado laboral, sobre todo en España y Grecia, donde más de la mitad de los menores de 25 años que buscan trabajo están “en paro”, pero la situación así creada podría modificarse en cualquier momento, lo que tendría consecuencias imprevisibles, pero con toda seguridad desafortunadas, para la Unión Europea.


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