Noticias falsas en la mira

Antes de la irrupción de las llamadas redes sociales cuya nave capitana es Facebook, a pocos se les ocurría tomar los grandes diarios o las empresas de radio y televisión principales por dechados de honestidad. Nos guste o no nos guste, el periodismo siempre ha tenido mala fama. Para muchos políticos, personajes de la farándula y empresarios un mundo sin periodistas sería muy superior al existente. Si bien los más caritativos distinguen entre “la prensa amarilla” que publica cualquier barbaridad que podría resultarle lucrativa y los medios presuntamente serios, casi todos suponen que hasta los diarios más célebres por su sentido de responsabilidad son capaces de mentir o, por lo menos, de exagerar la importancia de noticias determinadas y minimizar aquella de otras por razones políticas, económicas o personales.

Es por lo tanto comprensible que haya motivado cierto escepticismo el eslogan adoptado por los medios tradicionales en su batalla contra los gigantes digitales que los están privando de ingresos e influencia.

“Periodismo profesional, el mejor antídoto contra las noticias falsas” suena muy bien, pero dista de ser convincente.

En el universo del periodismo profesional hay de todo: hombres y mujeres que valoran su independencia y quienes están dispuestos a venderse al mejor postor o son militantes al servicio de alguna que otra facción política o tribu ideológica, eruditos e ignorantes, personas que están más interesadas en divertir al público con escándalos que en otra cosa y quienes se esfuerzan por mantenerlo bien informado acerca de la realidad política o económica. Si en su conjunto los que escriben en los medios tradicionales son más confiables que aquellos que usan las redes sociales para difundir puntos de vista extravagantes o malignos, será porque es más fácil identificarlos, pero ello no quiere decir que todos se destaquen por su voluntad de ser lo más objetivos posible.

La obsesión ya generalizada por la proliferación de “noticias falsas”, estos equivalentes cibernéticos de “las leyendas urbanas” de otros tiempos, puede atribuirse no sólo a los golpes, en mucho casos mortales, que ha sufrido el periodismo profesional en los años últimos sino también a la reacción de los partidarios de Hillary Clinton frente al triunfo de Donald Trump en Estados Unidos y, al otro lado del Atlántico, a la angustia provocada por el Brexit.

Por una cuestión de orgullo, quieren persuadirse de que tales reveses se debieron casi exclusivamente a las maniobras de una camarilla de conspiradores astutos que lograron aprovechar la credulidad de la gente común.

¿Fue así? Puede que algunos votantes cambiaran de opinión, a favor o en contra de Trump y el Brexit, luego de ver algo en Facebook, pero sucede que rumores imaginativos, acusaciones inverosímiles y falsedades manifiestas siempre han acompañado las disputas políticas sin que nadie haya encontrado una forma aceptable de impedirlo.

Aunque todos los gobiernos quisieran manejar la información que reciben los gobernados, en los países democráticos los políticos saben que les convendría limitarse a presentar con mayor profesionalismo su propia “verdad” con la esperanza de que resulte ser más creíble que las versiones confeccionadas por sus adversarios.

Así y todo, en algunos países antes célebres por su defensa de la libertad de expresión, ya existe legislación que sirve para penalizar a quienes supuestamente “incitan al odio” y están cobrando fuerza campañas encaminadas a frenar la propagación de “noticias falsas”.

Tales cambios son ominosos. Brindan a los autoritarios de otras latitudes pretextos inmejorables para amordazar a quienes se animan a denunciarlos por su conducta.

En Malasia ya rige una ley que prevé hasta seis años de cárcel para los juzgados culpables de distribuir “noticias falsas”, es decir, de difundir información u opiniones que molestan a quienes están en el poder.

Lo mismo sucederá en otros países cuyos gobernantes no habían querido ser criticados por organizaciones occidentales pero que ahora se sienten más libres para tomar medidas que, a su juicio, merecerían la aprobación de los preocupados por el colapso de los viejos monopolios informativos.

En cuanto a países totalitarios como China en que la censura es rutinaria, los voceros oficiales podrán contestar a quienes los critican por silenciar a los disidentes diciéndoles que su propia actitud ante lo que preferirían encubrir es virtualmente idéntica a la de muchos integrantes de “las elites” norteamericanas y europeas que quieren que las empresas digitales los ayuden a limpiar el ciberespacio de las “noticias falsas” que según ellos lo ensucian.

Las campañas para penalizar a quienes “incitan al odio” y para frenar las “noticias falsas” dan a regímenes autoritarios pretextos para amordazar a quienes los denuncian.

Datos

Las campañas para penalizar a quienes “incitan al odio” y para frenar las “noticias falsas” dan a regímenes autoritarios pretextos para amordazar a quienes los denuncian.

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