Obama se salvó
Puede que la reforma sanitaria que acaba de aprobar la Cámara de Diputados norteamericana por 219 votos contra 213 haya decepcionado a quienes soñaban con un sistema estatal equiparable con los que se dan desde hace décadas en ciertos países europeos, pero no cabe duda de que ha mejorado las perspectivas frente al presidente Barack Obama, ya que incluso sus simpatizantes más entusiastas temían que una derrota lo convirtiera en lo que sus compatriotas llaman un “pato rengo”, o sea un mandatario impotente. Para conseguir el apoyo de una cantidad suficiente de los legisladores de su propio partido, Obama y los dirigentes del bloque demócrata tuvieron que hacer tantas concesiones que el resultado es una mera sombra de lo que habían propuesto poco más de un año atrás. Los aproximadamente 32 millones que carecen de cobertura médica tendrán que conformarse con una versión ampliada de un programa ya existente; a diferencia de lo que ocurre en Europa, los inmigrantes ilegales seguirán excluidos y los gastos adicionales –se estima que en los diez años próximos alcanzarán la friolera de 940.000 millones de dólares– deberán compensarse con cortes en otros servicios públicos. No habrá una “opción pública” que compita con los esquemas privados. Por lo demás, se prevé que serán elevados los costos políticos que tendrá que pagar el oficialismo tanto por la reforma, que dista de ser popular, como por las negociaciones poco transparentes que fueron necesarias para convencer a demócratas disidentes de apoyarla. La hostilidad de buena parte de la población de Estados Unidos hacia una reforma sanitaria que, de acuerdo con las pautas europeas, es muy moderada, puede atribuirse a la fuerte tradición individualista que siempre ha caracterizado a los norteamericanos. A la mayoría no le gusta para nada lo que ve como una expansión innecesaria del papel de la burocracia pública en temas que a su juicio deberían considerarse personales. Desde su punto de vista, quienes no están en condiciones de asegurarse contra enfermedades o accidentes ya tienen acceso a servicios médicos adecuados, de suerte que la situación en que se encuentran los más pobres dista de ser tan crítica como dicen Obama y los demócratas “progresistas”. Asimismo, pueden señalar que en países como el Reino Unido en que la cobertura es universal, muchos enfermos se ven obligados a esperar meses e incluso años antes de recibir el tratamiento que necesitan. Aunque los adversarios de la reforma hayan exagerado al hablar del peligro planteado por el “socialismo” que en su opinión entraña la reforma y advertir que el gobierno está por apoderarse de una sexta parte de la economía estadounidense, parecería que una mayoría sustancial comparte sus inquietudes. Si bien los norteamericanos gastan mucho más en salud que los europeos, el sistema mixto que se ha conformado a través de los años es tan ineficaz que en las zonas menos salubres de algunas grandes ciudades las estadísticas correspondientes serían más apropiadas para un país subdesarrollado que para uno que, además de ser el más rico, es el líder mundial en investigación médica. Según el presidente Obama, una vez concretada, la reforma que ha impulsado servirá para que el sistema sea mucho más eficiente y para que, andando el tiempo, se reduzcan los costos. Es poco probable que ello ocurra. En vista de la propensión a crecer de todas las burocracias estatales y de lo difícil que es eliminar programas ya existentes, los norteamericanos podrían terminar pagando, a través de los impuestos, todavía más por la atención médica que muchos tomarán por un derecho adquirido sin que mejore la calidad. He aquí uno de los motivos principales de la oposición mayoritaria a la reforma ideada por Obama y su equipo. Los norteamericanos saben que el déficit que está acumulando el gobierno ya es, por un margen colosal, el más grande de la historia de su país y temen que el previsible aumento del gasto en salud lo haga totalmente inmanejable. Puede argüirse que, por ser la salud un tema de importancia fundamental, no hay que preocuparse por los costos, sobre todo en un país tan opulento como Estados Unidos, pero a juzgar por las encuestas la mayoría está convencida de que los beneficios de lo que los republicanos llaman “Obamacare” serán escasos mientras que las desventajas serán enormes.
Puede que la reforma sanitaria que acaba de aprobar la Cámara de Diputados norteamericana por 219 votos contra 213 haya decepcionado a quienes soñaban con un sistema estatal equiparable con los que se dan desde hace décadas en ciertos países europeos, pero no cabe duda de que ha mejorado las perspectivas frente al presidente Barack Obama, ya que incluso sus simpatizantes más entusiastas temían que una derrota lo convirtiera en lo que sus compatriotas llaman un “pato rengo”, o sea un mandatario impotente. Para conseguir el apoyo de una cantidad suficiente de los legisladores de su propio partido, Obama y los dirigentes del bloque demócrata tuvieron que hacer tantas concesiones que el resultado es una mera sombra de lo que habían propuesto poco más de un año atrás. Los aproximadamente 32 millones que carecen de cobertura médica tendrán que conformarse con una versión ampliada de un programa ya existente; a diferencia de lo que ocurre en Europa, los inmigrantes ilegales seguirán excluidos y los gastos adicionales –se estima que en los diez años próximos alcanzarán la friolera de 940.000 millones de dólares– deberán compensarse con cortes en otros servicios públicos. No habrá una “opción pública” que compita con los esquemas privados. Por lo demás, se prevé que serán elevados los costos políticos que tendrá que pagar el oficialismo tanto por la reforma, que dista de ser popular, como por las negociaciones poco transparentes que fueron necesarias para convencer a demócratas disidentes de apoyarla. La hostilidad de buena parte de la población de Estados Unidos hacia una reforma sanitaria que, de acuerdo con las pautas europeas, es muy moderada, puede atribuirse a la fuerte tradición individualista que siempre ha caracterizado a los norteamericanos. A la mayoría no le gusta para nada lo que ve como una expansión innecesaria del papel de la burocracia pública en temas que a su juicio deberían considerarse personales. Desde su punto de vista, quienes no están en condiciones de asegurarse contra enfermedades o accidentes ya tienen acceso a servicios médicos adecuados, de suerte que la situación en que se encuentran los más pobres dista de ser tan crítica como dicen Obama y los demócratas “progresistas”. Asimismo, pueden señalar que en países como el Reino Unido en que la cobertura es universal, muchos enfermos se ven obligados a esperar meses e incluso años antes de recibir el tratamiento que necesitan. Aunque los adversarios de la reforma hayan exagerado al hablar del peligro planteado por el “socialismo” que en su opinión entraña la reforma y advertir que el gobierno está por apoderarse de una sexta parte de la economía estadounidense, parecería que una mayoría sustancial comparte sus inquietudes. Si bien los norteamericanos gastan mucho más en salud que los europeos, el sistema mixto que se ha conformado a través de los años es tan ineficaz que en las zonas menos salubres de algunas grandes ciudades las estadísticas correspondientes serían más apropiadas para un país subdesarrollado que para uno que, además de ser el más rico, es el líder mundial en investigación médica. Según el presidente Obama, una vez concretada, la reforma que ha impulsado servirá para que el sistema sea mucho más eficiente y para que, andando el tiempo, se reduzcan los costos. Es poco probable que ello ocurra. En vista de la propensión a crecer de todas las burocracias estatales y de lo difícil que es eliminar programas ya existentes, los norteamericanos podrían terminar pagando, a través de los impuestos, todavía más por la atención médica que muchos tomarán por un derecho adquirido sin que mejore la calidad. He aquí uno de los motivos principales de la oposición mayoritaria a la reforma ideada por Obama y su equipo. Los norteamericanos saben que el déficit que está acumulando el gobierno ya es, por un margen colosal, el más grande de la historia de su país y temen que el previsible aumento del gasto en salud lo haga totalmente inmanejable. Puede argüirse que, por ser la salud un tema de importancia fundamental, no hay que preocuparse por los costos, sobre todo en un país tan opulento como Estados Unidos, pero a juzgar por las encuestas la mayoría está convencida de que los beneficios de lo que los republicanos llaman “Obamacare” serán escasos mientras que las desventajas serán enormes.
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