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La desinformación y el dilema del tranvía

Si aceptamos que las redes sociales son esenciales para el debate público y la democracia, su gobernanza no puede quedar en manos de una sola persona o empresa.

Imaginá que un tranvía está fuera de control y se dirige a cinco personas atadas a las vías. Podés accionar un interruptor para desviar el tranvía hacia otra vía, donde solo hay una persona. ¿Qué harías? Este es el clásico dilema del tranvía, un experimento ético que nos obliga a tomar decisiones difíciles sobre a quién salvar y a quién sacrificar.

Resolver conflictos éticos es lo que hace a nuestra identidad y primordialmente nuestro vínculo con otras personas. Pero mientras que la tecnología avanza a pasos agigantados, más y más delegamos nuestras decisiones éticas en sistemas que carecen de empatía y comprensión del contexto humano. En lugar de tomar decisiones difíciles, las plataformas tecnológicas han comenzado a resolverlas por nosotros a través de algoritmos que tamizan los conflictos y nos ofrecen soluciones inmediatas.

Ahora bien, suele decirse que la culpa no es de las herramientas en sí sino de las personas detrás. Aquí sucede lo mismo. Las plataformas tecnológicas podrán decidir qué contenido moderar, qué información priorizar y, en última instancia, cómo estructurar el espacio público digital. En ese sentido, las decisiones no están en nuestras manos, sino en las de los dueños de estas plataformas.

Pensemos en las últimas decisiones de Meta, la empresa de Mark Zuckerberg, ahora alineada con el gobierno del republicano Donald Trump en Estados Unidos. Recientemente prometió «devolver la libertad de expresión» en espacios públicos digitalizados, como se los considera a Instagram y Facebook, tras el anuncio de eliminar los sistemas de verificación de datos.

En un espacio digital donde los algoritmos deciden qué mensajes se amplifican y cuáles se silencian, esta promesa no devuelve el control a los usuarios, sino que consolida aún más el poder de quienes gobiernan las plataformas. Entonces la desinformación se descontrola, porque la eliminación de barreras permite que las noticias falsas, teorías conspirativas y fraudes se propaguen sin límites. Pero esta desinformación no está repartida al azar: su distribución está organizada en función de intereses empresariales.

La libertad de expresión es un principio que pertenece al ámbito público, diseñado para garantizar la participación igualitaria en debates y la circulación de ideas en una sociedad democrática. Al usar este lenguaje, Meta no solo reconoce implícitamente que sus plataformas son espacios públicos, sino que también actúa como el principal regulador de esos espacios, concentrando en sus manos un poder que debería ser compartido por la sociedad.

Si aceptamos que las redes sociales son esenciales para el debate público y la democracia, su gobernanza no puede quedar en manos de una sola persona o empresa. Cuando delegamos decisiones éticas a plataformas, asumimos un rol pasivo como ciudadanos. Se dice que la moralidad se externaliza y, en lugar de desarrollar nuestros propios principios, comenzamos a depender de las «reglas de la comunidad» impuestas por las plataformas. Ninguna de estas reglas están diseñadas para fomentar el desarrollo ético de los usuarios, sino para maximizar la interacción y proteger intereses comerciales.

Al mismo tiempo, la democracia se pone en peligro. Por un lado, las plataformas generan desinterés en el debate público, porque si “resuelven” los conflictos por nosotros, los ciudadanos se desenganchan del proceso colectivo de decidir y dialogar activamente. Por otro lado, provoca una reducción de la empatía política, porque la empatía se desarrolla al enfrentar problemas y comprender perspectivas opuestas.

Por eso es urgente repensar políticas públicas que devuelvan el poder al ciudadano en su rol de usuario, y no al usuario en su rol de consumidor pasivo. El verdadero empoderamiento no se logra con la eliminación de reglas, sino con mecanismos que permitan a los ciudadanos recuperar su capacidad de decidir sobre el espacio digital. Esto implica tener herramientas de control sobre el contenido y filtros personalizables, opciones para verificar contenido y transparencia sobre cómo funcionan los algoritmos que determinan qué ven y qué no.

Conocer no es solo un proceso intelectual, es un acto profundamente transformador. Al cuestionarnos, no solo cambiamos nuestra percepción, sino que también asumimos responsabilidad sobre nuestro entorno. Dejamos de ver lo público como algo ajeno y nos involucramos en él, reconociendo que nuestra existencia está intrínsecamente ligada a la de los demás

Es clave avanzar en la educación en alfabetización digital. No basta con ofrecer información o herramientas para saber usar la tecnología; debemos formar ciudadanos con criterio propio, capaces de distinguir contenido confiable de la desinformación y de comprender cómo funcionan las dinámicas de manipulación digital.

Un espacio verdaderamente democrático no es uno sin reglas, sino uno donde las reglas están diseñadas para proteger la igualdad de voz y la integridad de la información. Si dejamos todo al caos, no estamos empoderando a los usuarios, estamos empoderando a quienes ya dominan el juego.

En este dilema, lo primero es desatarse y salir de las vías del tranvía.

* Director del Observatorio de la Cámara Argentina para la Formación Profesional y la Capacitación Laboral, y Vicepresidente de la OIEP. 


Imaginá que un tranvía está fuera de control y se dirige a cinco personas atadas a las vías. Podés accionar un interruptor para desviar el tranvía hacia otra vía, donde solo hay una persona. ¿Qué harías? Este es el clásico dilema del tranvía, un experimento ético que nos obliga a tomar decisiones difíciles sobre a quién salvar y a quién sacrificar.

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