Nuestra especie está despidiéndose


Debilitar el sentido de pertenencia a algo más que el entorno propio inmediato contribuye a desplomar la natalidad y a menos que se revierta pronto, nos condena a una muerte prematura.


La caída precipitada de la tasa de natalidad no sólo en sociedades consideradas avanzadas sino también en muchas otras es – mejor dicho, debería ser -, el gran tema de nuestro tiempo. Aunque no es necesario ser un matemático para entender que lo que le espera a una especie que se niega a reproducirse a un ritmo adecuado es la extinción, escasean los preocupados por las previsiones de quienes advierten que, tal y como están las cosas, el género humano tiene los días contados, ya que es probable que, tarde o temprano, todos los países africanos abandonen sus propias tradiciones en la materia para adoptar las del mundo desarrollado.

Se prevé que, antes de llegar a su fin el siglo actual, la población de docenas de países, entre ellos Italia, España, Grecia, el Japón y Corea del Sur, se habrá reducido a la mitad. ¿Y la Argentina? Hace un par de semanas, el Ministerio de Salud informó que en 2020 la tasa de fecundidad había bajado a 1,55 por mujer, un nivel muy inferior al 2,1 preciso para mantener el equilibrio demográfico. A menos que se trate de una aberración imputable a la pandemia, la Argentina compartirá el destino de los dos países que más aportaron a su cultura.

Aunque el repentino colapso demográfico motivó sorpresa, no ocasionó alarma. Lo mismo que en otras partes del mundo, aquí es habitual minimizar la importancia de tales tendencias: se supone que los únicos que las toman en serio son derechistas nostálgicos o políticos encargados de mantener a flote esquemas jubilatorios que se crearon cuando había más niños y menos ancianos.

Cuando gobiernos de países como Hungría hacen esfuerzos por estimular la natalidad, progresistas de otras latitudes los acusan de privilegiar sentimientos racistas.

La resistencia de tantos a dejarse impresionar por un fenómeno que, si perjudicara a rinocerontes, delfines, pájaros, abejas, mariposas o flores, serviría para poner en marcha campañas masivas de ecologistas y jóvenes angustiados, puede explicarse. Para que nuestra especie superara el desafío planteado por la esterilidad voluntaria de una proporción creciente de sus integrantes, tendría que modificarse drásticamente el pensamiento imperante sobre asuntos tan delicados como el papel social de la mujer.

¿Son compatibles con la supervivencia de la raza humana las aspiraciones feministas, que a primera vista son perfectamente razonables y, huelga decirlo, muy justas? Hay motivos para creer que no lo son. ¿Y entonces?

Pero no sólo es cuestión de la propensión de cada vez más mujeres a anteponer sus comprensibles preferencias personales a los intereses del “patriarcado”.

También influye la actitud de amplios sectores sociales frente al tiempo. Está de moda despreciar a antepasados por no haber estado a la altura de las generaciones actuales: en cuanto al futuro, muchos lo miran como algo que les es ajeno.

En el pasado, artistas, compositores y literatos eminentes imaginaban que sus obras les asegurarían un simulacro de la inmortalidad; sus herederos no suelen permitirse tales fantasías.

A diferencia de aquellos poetas de la antigüedad que se felicitaban por haber erigido monumentos verbales que, vaticinaban, durarían más que las estatuas de bronce o los monumentos de mármol, hay escritores que enfrentan con ecuanimidad la posibilidad real de que, dentro de cuatro o cinco siglos, no habrá nadie que hable su propio idioma, sea éste italiano, alemán o japonés.

Que todo esto haya ocurrido es muy raro.

Mientras que en otras épocas, cuando la miseria extrema era casi universal, abundaban las familias numerosas; en la que nos ha tocado, muchos que se formaron en sociedades prósperas son reacios a asumir la responsabilidad de criar hijos porque, dicen, hacerlo cuesta demasiado dinero y les impide disfrutar de la vida.

Puede que en el fondo sea cuestión de un problema cultural, de la resistencia de muchas personas influyentes a sentirse parte de una comunidad determinada que, como todas dignas de llamarse tales, trasciende los límites temporales y que, además de tener una historia compartida que, si bien podría ser criticada, merece ser respetada porque todos le deben algo, seguirá existiendo cuando la generación actual ya no esté.

Últimamente, han llevado la voz cantante los que insisten en que las diferencias entre las diversas comunidades carecen de importancia ya que todos los seres humanos tienen tanto en común que es perverso llamar la atención a detalles que separan unos de otros, pero al debilitar el sentido de pertenencia a algo más que el entorno propio inmediato, tal forma de pensar estará contribuyendo al desplome de la natalidad que, a menos que sea revertido muy pronto, condenará a nuestra especie a una muerte prematura.


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