Poder e impotencia

JAMES NEILSON

Dice Barack Obama que “el mundo” trazó aquella “línea roja” que, según los servicios de inteligencia norteamericanos, cruzaron el dictador sirio Bashar al Assad y sus cómplices al llevar a cabo un ataque químico cruento contra civiles en un suburbio de Damasco en que murieron más de 1.000 personas, razón por la que se ha propuesto castigarlos y que, por lo tanto, lo que está en juego no es su propia credibilidad sino la de “la comunidad internacional”. ¿Es verdad? Claro que no. Por el contrario, buena parte de la llamada “comunidad internacional” se opone, con vehemencia creciente, a que Estados Unidos castigue al régimen sirio para que no reincida. También están protestando preventivamente contra una eventual reacción norteamericana un sinnúmero de referentes morales, por llamarlos así, encabezados por el papa Francisco. Afirman que la guerra es siempre mala, que nunca resuelve nada, que sería mejor, para citar al sumo pontífice, que “estallara la paz”. Si el mundo fuera un lugar en que todos se sintieran obligados a acatar las mismas normas, quienes hablan así tendrían razón, pero sucede que aún abundan las sociedades en que los valores humanitarios actualmente reivindicados por los occidentales son despreciados por casi todos. Por cierto, es nula la posibilidad de que las facciones belicosas que están luchando por imponerse en Siria y otros países musulmanes se dejen conmover por las exhortaciones piadosas del papa católico. Las atribuirán al presunto deseo de Francisco de ayudar a la dictadura de Al Assad porque la alternativa más probable, un régimen sunita vengativo, no tardaría en exterminar a las comunidades cristianas que todavía existen en el país. En cuanto a Obama, si bien cree que le corresponde hacer algo, lo último que quiere es involucrarse en otra guerra sanguinaria en el Oriente Medio. La actitud penosamente ambigua que ha asumido “el hombre más poderoso del mundo” frente a la implosión de Siria está compartida por muchos norteamericanos y europeos. Acostumbrados como están a ser los protagonistas de la aventura humana, se resisten a desempeñar un papel secundario, pasivo, limitándose a manifestar su solidaridad con las víctimas inocentes de la ferocidad ajena para entonces, si son contestatarios, atribuir el desastre más reciente a errores que fueron cometidos hace décadas por los gobernantes de su propio país. Les horroriza lo que está sucediendo en Siria, el Líbano, Egipto, Irak, Sudán, Nigeria y otros lugares en que matanzas ya son rutinarias, pero, por motivos comprensibles, no quieren intervenir. No les falta el poder militar necesario sino la voluntad de emplearlo. He aquí la única razón por la que la OTAN está por sufrir una derrota humillante en Afganistán que, combinada con otras en diversas zonas del planeta, tendrá consecuencias trágicas para muchísimas personas. Es de suponer que algunos moralistas son pacifistas sinceros. Como Mahatma Gandhi, creen que la mejor forma de frenar a alguien como Adolf Hitler consistiría en permitirle cumplir sus objetivos con la esperanza de que, andando el tiempo, se sintiera tan avergonzado por los resultados de su megalomanía que se convertiría al pacifismo. Otros, empero, entienden que los costos económicos y militares de una intervención eficaz serían extraordinariamente elevados y que, mal que bien, las sociedades occidentales ya no están dispuestas a pagarlos. Diez años atrás, el entonces presidente norteamericano George W. Bush se convenció de que, por ser tan asombrosamente fuerte Estados Unidos y tan universal a su juicio el deseo de disfrutar de los beneficios de la libertad democrática, le tocaba aprovechar una oportunidad histórica para liberar a los iraquíes de la tiranía de Saddam Hussein, un dictador aún más brutal, si cabe, que el sirio Al Assad, para que los demás pueblos de la región se sintieran estimulados a emularlos, de tal modo inaugurando en la región una nueva época de pluralismo democrático y desarrollo económico. Pero sucedió que muchos iraquíes no tenían interés alguno en el concepto, para ellos ajeno, de la democracia, mientras que los norteamericanos mismos no querían verse obligados a apoyar un proyecto sumamente difícil y de desenlace incierto que, para tener los resultados previstos por los optimistas, requeriría décadas de trabajo muy duro y muchísimo dinero. He aquí el dilema que enfrentan aquellos norteamericanos y europeos que saben que el “Gran Oriente Medio” está deslizándose con rapidez hacia una catástrofe que podría ser aún peor que las que se abatieron sobre los europeos, chinos, japoneses y otros asiáticos en la primera mitad del siglo pasado. Sospechan que es por lo menos factible que muchos países de la región sean en efecto ingobernables conforme a las pautas reivindicadas por los líderes de “la comunidad internacional”, pero que para llenar el vacío así supuesto los occidentales tendrían que asumir responsabilidades imperiales propias de tiempos ya idos. Conscientes de su impotencia, pero así y todo reacios a comprender lo que significaría un repliegue definitivo para centenares de millones de personas atrapadas en sociedades irremediablemente disfuncionales, algunos se felicitan por su negativa a hacer mucho más que rasgarse las vestiduras y perorar en torno a las bondades de la paz, mientras que otros, entre ellos Obama, rezan en vano para que sus amenazas esporádicas surtan efecto. Mientras tanto, los dirigentes de otros países tratan de anotarse puntos proclamándose en contra de “la guerra”, dando a entender de esta manera que no sería una guerra de verdad a menos que soldados norteamericanos se encontraran entre los combatientes. Al iniciar su gestión como presidente de Estados Unidos y comandante en jefe de las fuerzas armadas más mortíferas de la historia del género humano, Obama esperaba que por su presencia balsámica en la Casa Blanca todos los pueblos musulmanes se darían cuenta de que “el imperio” los respetaba y que, así reconfortados, se metamorfosearían pronto en demócratas pacíficos más interesados en conseguir bienes de consumo que en difundir sus duras costumbres religiosas. Puede que algunos sí se hayan sentido gratamente impresionados por los esfuerzos de Obama por congraciarse con ellos, pero muchos otros han entendido que sería prematuro batir sus espadas –o Kalashnikov– en rejas de arado. Antes bien, se han propuesto aprovechar la oportunidad que, por fin, les ha brindado la superpotencia para alcanzar objetivos largamente ansiados, sin tener que preocuparse por los una vez todopoderosos infieles que durante tantos años les habían cerrado el camino.

SEGÚN LO VEO


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