Protestas al margen de la ley
COLUMNISTAS
La terrible crisis del 2002 produjo un enorme daño en el tejido económico y social. Una de las secuelas, que todavía sobrevive, es la marginalidad social y, como respuesta, la cultura de la protesta desmedida. El drama de las familias sin empleo dio lugar a los piquetes y cortes de ruta como metodología para llamar la atención de las autoridades. Han transcurrido trece años de aquellos acontecimientos, la economía ha atravesado por circunstancias más favorables, pero aquella cultura permanece inmutable.
Lo primero que corresponde dejar claro es que no se cuestiona el derecho a formular peticiones a las autoridades o enunciar propuestas dirigidas a resolver un conflicto social. Lo que se discute es si todos los medios son válidos cuando se esgrime una causa justa. Por consiguiente el punto de debate es si procede el uso de medios injustos para alcanzar fines que pueden estar perfectamente justificados.
Para resolver este dilema se debe tener en cuenta que no es posible la convivencia democrática cuando cada sector gremial o social se considera con derecho a ocupar la calle e interrumpir el tránsito para hacer valer sus reivindicaciones. Basta imaginar lo que sería la vida diaria si todos y cada uno de los grupos sociales ejercitara la singular metodología, para entender que este tipo de comportamientos resulta inaceptable. La prueba es que este fenómeno sólo se produce en Argentina y no existe otro país en el mundo donde los gobiernos asistan resignadamente a semejante anomalía.
La segunda reflexión que cabe formular es que lejos del espíritu de solidaridad, que reivindicaron siempre los movimientos obreros de extracción socialista, estamos ante una metodología más bien emparentada con las formaciones fascistas. El uso de la violencia para que las ideas penetren golpeando el cráneo de los enemigos ha sido una fórmula acuñada por Mussolini y luego incorporada por los grupos de ultraderecha que la han venido utilizando profusamente desde entonces.
La crónica periodística de las últimas semanas registra en nuestra región la acción de sindicalistas rompiendo los cristales de las puertas de la Gobernación en Viedma, sin que sea posible adivinar que es lo que pretendían con estas actuaciones; los habituales cortes en el puente carretero que une Neuquén con Cipolletti; la instalación de alambres y cercados en las rutas petroleras por individuos que -en algunos casos- han descubierto su pertenencia a la etnia mapuche en años recientes, y hasta sindicalistas que han ordenado una huelga para prohibir la contratación de trabajadores extranjeros.
La metodología de los cortes de ruta originariamente era propia de organizaciones de desempleados que al perder sus puestos de trabajo no podían ejercitar en forma material el derecho de huelga. Ahora ha sido adoptada por los sindicatos estatales y las organizaciones gremiales que responden a los partidos de la izquierda anticapitalista para impedir las suspensiones o ceses de trabajadores. En la Panamericana han utilizado el novedoso procedimiento de subirse a los autos y hacerlos ir a paso de hombre para colapsar el tránsito.
Es fácil adivinar que todas estas prácticas son actuaciones al margen de la ley y que en la mayoría de los casos infringen disposiciones penales. No obstante, como la metodología se ha naturalizado, las autoridades judiciales no intervienen, remedando la conocida costumbre incorporada al comienzo de nuestra era por el gobernador romano Poncio Pilato. Por su parte, las autoridades policiales, cuando intervienen, lo hacen de un modo tan torpe -como se ha visto en el difundido video del “gendarme carancho”- que resulta difícil confiar en que con su intervención se puedan abordar los conflictos de modo razonable y equilibrado.
El problema de fondo es que existe un extendido discurso que legitima estas prácticas extorsivas. Con la falsa y errónea percepción de que toda intervención de la autoridad pública equivale a “criminalizar la protesta social”, se induce a los responsables del orden -autoridades políticas, jueces y policías- a tolerar el incumplimiento de la ley. De este modo, la violencia callejera se vuelve un mal endémico que nadie atina a reducir ni limitar.
Otro endeble argumento, propio de sofistas, recogido en múltiples resoluciones judiciales, interpreta el problema como un conflicto de derechos en el que un derecho tiene que prevalecer sobre el otro. Según esta tesis, el derecho constitucional a la libre expresión es más importante que el derecho a transitar -es decir a “no llegar tarde”, según la notable interpretación de Zaffaroni-. Es curioso. Argentina es el único país donde los jueces se plantean este tipo de dilemas. En el resto del mundo los jueces entienden que la libertad de expresión -cuando se ejerce del modo regular- puede discurrir normalmente por los lugares y en los horarios autorizados, sin necesidad de mortificar al resto de los ciudadanos con actuaciones intempestivas y que están claramente dirigidas a provocar daño social.
Una sociedad que no respeta la ley ni el derecho de los ciudadanos a desplazarse libremente por el territorio es una sociedad condenada a vivir empujando la roca de Sísifo. Estamos ante un escenario más propio de la época medieval, donde cada grupo humano se consideraba con derecho a cobrar peaje a todo aquel que transitaba por el territorio que controlaba. Cuando cada grupo corporativo antepone sus intereses a los del resto de la sociedad, sin reparar en los medios utilizados, estamos ante formas de actuación intolerables.
No existe otra alternativa frente a un fenómeno tan extendido que insistir en su ilegitimidad y su enorme poder deletéreo. Una sociedad sin normas se va disgregando hasta que predomina el interés del más fuerte y del más decidido.
Sin respeto a la ley no hay justicia, y sin estos valores lo que desaparece es la convivencia democrática. Ésta es la que se nos está escurriendo, diluida, entre los dedos de las manos.
ALEARDO F. LARÍA
aleardolaria@rionegro.com.ar
ALEARDO F. LARÍA
Comentarios