Realismo excesivo

Al precandidato presidencial «de centroderecha» Ricardo López Murphy le gustan las verdades descarnadas o, como dice, las propuestas que no son nada «simpáticas», de ahí su insistencia en que siempre y cuando el país haga un esfuerzo supremo, dentro de ocho años podría volver a disfrutar de una tasa de crecimiento comparable con la registrada en 1998 cuando, según algunos cálculos, se aproximaba al cuatro por ciento anual, un guarismo bastante humilde aunque mejor que lo que vendría después. En vista del estado actual de la economía nacional, se trata de una previsión que podría parecer sumamente razonable, si bien un tanto deprimente, pero esto no quiere decir que sea realista. Cuando del porvenir de las distintas economías se trata, todos los pronósticos, incluyendo los formulados por organizaciones presuntamente sobrias, objetivas y óptimamente informadas como el FMI, suelen desvirtuarse casi inmediatamente. Bien que mal, nadie está en condiciones de predecir lo que sucederá en las próximas semanas, mientras que procurar vaticinar la evolución de cualquier economía hasta el 2010 es una tarea que convendría dejar en manos de astrólogos. Para colmo, hasta los intentos de averiguar con precisión lo que ocurrió en el pasado pueden arrojar saldos igualmente arbitrarios: por ejemplo, los norteamericanos aún no han decidido si en los años noventa el índice de productividad de su país mejoró de manera espectacular, como se ha dicho, o si los supuestos avances en este ámbito fundamental constituyeron un mito.

No cabe duda de que López Murphy está en lo cierto al dar por descontado que lo que el país necesita en estos momentos es un baño de realismo, pero le convendría no exagerarlo. El pesimismo extremo de los meses últimos, que se ha visto intensificado por la convicción generalizada de que las tendencias no podrán sino prolongarse en el tiempo hasta que casi todos los habitantes del país se hayan hundido en la indigencia más absoluta, ha tenido consecuencias bien concretas, agravando una crisis ya devastadora al desalentar tanto a los empresarios como a los consumidores. Sin embargo, existen por lo menos algunos motivos para la esperanza. A juzgar por el éxito de las vacaciones de invierno, el panorama frente al país no es tan inenarrablemente sombrío como muchos han preferido suponer. Por modestas que fueran las señales de mejoras por venir, es posible que el país haya comenzado a levantar cabeza después de la caída dolorosísima provocada por la corrida bancaria, el colapso de la convertibilidad, el default festivo y la «pesificación asimétrica» llevada a cabo por un gobierno increíblemente torpe que, como López Murphy ha subrayado en muchas ocasiones, se las ingenió para hacer trizas de una multitud de contratos y derechos legales, de este modo destruyendo las bases mismas de la convivencia social y de una economía relativamente sana.

De todas formas, aunque al país siempre le convendría actuar como si las exigencias planteadas por la realidad fueran tan duras como afirma el ex radical, también sería positivo que la mayoría entendiera que podría comenzar a cosechar los beneficios de sus labores antes de que hayan transcurrido ocho años. Al fin y al cabo, el estado económico de la Alemania occidental de 1953 no se asemejó del todo a aquél de 1945, mientras que en 1961 el «milagro» alemán ya se había producido. En otras palabras, de comenzar a trabajar con realismo, seriedad y tesón ahora, el país podría estar en condiciones de ofrecer a sus habitantes un nivel de vida más que satisfactorio mucho antes de las fechas señaladas por López Murphy. Puesto que el futuro de la Argentina misma depende en buena medida de la confianza del pueblo en su capacidad para convertirse en un país más o menos «normal», ni siquiera los esfuerzos hercúleos que están reclamando los «realistas» servirían para mucho si todos los jóvenes mejor preparados -los que, como es natural, se sentirían demasiados impacientes como para conformarse con casi una década de mediocridad- optaran por emigrar por encontrar excesivamente grises los horizontes argentinos, y los inversores, persuadidos de que las perspectivas a mediano plazo son pobres, prefirieran llevar su dinero a lugares a su juicio más promisorios.


Al precandidato presidencial "de centroderecha" Ricardo López Murphy le gustan las verdades descarnadas o, como dice, las propuestas que no son nada "simpáticas", de ahí su insistencia en que siempre y cuando el país haga un esfuerzo supremo, dentro de ocho años podría volver a disfrutar de una tasa de crecimiento comparable con la registrada en 1998 cuando, según algunos cálculos, se aproximaba al cuatro por ciento anual, un guarismo bastante humilde aunque mejor que lo que vendría después. En vista del estado actual de la economía nacional, se trata de una previsión que podría parecer sumamente razonable, si bien un tanto deprimente, pero esto no quiere decir que sea realista. Cuando del porvenir de las distintas economías se trata, todos los pronósticos, incluyendo los formulados por organizaciones presuntamente sobrias, objetivas y óptimamente informadas como el FMI, suelen desvirtuarse casi inmediatamente. Bien que mal, nadie está en condiciones de predecir lo que sucederá en las próximas semanas, mientras que procurar vaticinar la evolución de cualquier economía hasta el 2010 es una tarea que convendría dejar en manos de astrólogos. Para colmo, hasta los intentos de averiguar con precisión lo que ocurrió en el pasado pueden arrojar saldos igualmente arbitrarios: por ejemplo, los norteamericanos aún no han decidido si en los años noventa el índice de productividad de su país mejoró de manera espectacular, como se ha dicho, o si los supuestos avances en este ámbito fundamental constituyeron un mito.

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