Río Negro Online / opinión

La gente habla siempre de la ciencia médica, y cuando se habla de avances científicos, los primeros que saltan a la atención son los fantásticos logros de la medicina moderna durante los últimos cincuenta años, en los métodos de diagnóstico y tratamiento. Sin embargo, y rindiendo el debido homenaje a los investigadores científicos en cuyos descubrimientos se basan todas estas maravillas, la mayoría de ellas son logros tecnológicos y no puntualmente científicos. En rigor, la medicina misma es una tecnología y no una ciencia. La esperanza de vida al nacer se ha alargado en más de veinte años; las enfermedades infecciosas hubiesen desaparecido si las tremendas desigualdades sociales no hiciese difícil tomar las a veces elementales medidas de precaución y si se pudiese poner los medicamentos al alcance de todos los que los necesitan; operaciones quirúrgicas que eran fantasías hace treinta años, como los trasplantes de órganos vitales, ahora se efectúan casi rutinariamente en muchos sitios del mundo. Los métodos de diagnóstico por imágenes se han hecho cotidianos y permiten ver el interior de cuerpo humano con una nitidez semejante a la que experimenta un cirujano que los ve con sus propios ojos. Los análisis clínicos se han automatizado, y muchos enfermos -por ejemplo, los diabéticos- pueden controlar sus propios parámetros y dosificar su medicamento al minuto. Medicamento, además, que se abarató gracias a la biotecnología, y se puede producir en cantidad mediante bacterias injertadas del gen que lo produce. Todos estos avances están basados en conocimientos científicos, tanto de biología y bioquímica, como de matemáticas y física. Pero fueron puestos al servicio de los pacientes a través de desarrollos tecnológicos. Sin embargo, el fundamento científico de la medicina moderna está a flor de piel como nunca antes lo estaba. La medicina tradicional se basaba mucho más en la intuición y en la experiencia de los médicos. Ahora se dispone de una cantidad de herramientas objetivas, tanto para el diagnóstico como para el tratamiento de males que antes ni se conocían. Y la verdadera ciencia de la biología humana avanza día a día hasta un nivel de detalle inimaginable. Ya sabemos al nivel molecular cómo y por qué actúan las hormonas y los medicamentos. La medicina hace uso de esos conocimientos científicos, pero no se reduce a ellos. Por eso, para no citar más que un ejemplo, un equipo ahora tan cotidiano como el de imágenes por resonancia magnética, es una verdadera maravilla de la conjunción de varias ramas de la tecnología, que se basa, sobre todo, en un aspecto de la física de los núcleos atómicos que en principio nada tiene que ver con la medicina. Como éste, la mayoría de los modernos sistemas de diagnóstico o de tratamiento son proezas tecnológicas, aunque basadas en un cada vez más profundo conocimiento de varias ciencias. Al aparecer el sida, este azote se transformó rápidamente en la enfermedad más estudiada de la historia y su causante, el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) es el mejor conocido de todos. Esto es ciencia. Pero sobre la base de esa ciencia se ha logrado el desarrollo de medicamentos que transformaron en crónica una enfermedad que hace unos años sembraba el terror por presentarse como una segura condena a muerte. El haber hecho posible “vivir con el VIH” es una proeza tecnológica; a pesar de que su aplicación choca nuevamente con las mismas graves limitaciones sociales y económicas, ya que los tratamientos son muy caros. La mayoría de los infectados está en Africa, donde no solamente no existen los medios para suministrar la medicación para salvar a los infectados, sino que tampoco se toman medidas preventivas eficaces, por ignorancia o por presiones religiosas. Durante toda esta evolución, se ha modificado profundamente la estructura del sistema de salud, uno de los grandes subsistemas de toda civilización. El mero hecho de que hablemos habitualmente de un “sistema de la salud” marca las diferencias con el pasado, en el cual la medicina era una cuestión casi privada, que se resolvía entre el paciente, su médico, el farmacéutico y el hospital público para casos graves. El paciente recurría a “su” médico, el que emitía recetas que recibía el farmacéutico, que suministraba los escasos medicamentos de que se disponía y los mezclaba en su laboratorio. Y, allí afuera, estaba el hospital público, que atendía a los casos más complejos con idoneidad y a los indigentes lo mejor que podía. Ya entonces, estaba claro que había una medicina para ricos y otra para pobres. El sistema de salud actual involucra muchos agentes nuevos. Por supuesto, aquellos cuatro básicos han subsistido, aunque todos ellos ahora tienen roles diferentes de los de antes. El paciente, por supuesto, es el que ha cambiado menos, al margen de la naturaleza de sus enfermedades más frecuentes, que son muy diferentes de las que se presentaban hace algunas décadas; ahora predominan las enfermedades degenerativas, allí donde antes reinaban las infecciosas. El médico, de confidente y sostén no sólo material sino también espiritual y psicológico, muchas veces -y por fortuna conozco numerosas excepciones- se ha transformado en un mero tecnólogo, quien muchas veces, limitando sus conocimientos a alguna parte del organismo humano, más que confiar en su “ojo clínico” prefiere pedir numerosos análisis y estudios antes de emitir una opinión. Opción que, por supuesto, es la correcta: por qué habría de confiar solamente en sus propios cinco sentidos y en el sexto, -que todo buen clínico posee- si existen los medios de obtener datos objetivos. Pero esta tecnodependencia tiene un costo, que en parte es económico como veremos, pero además consiste en una relativa pérdida de la relación humana del médico con el paciente. Esto es, por otra parte, lo que arroja a muchos de éstos a la búsqueda de las medicinas “alternativas”, donde encuentran menos ciencia aunque tal vez mayor comprensión humana. El farmacéutico, por su parte, ya no prepara los medicamentos que vende: se ha transformado en un mero comerciante, más allá o más acá del profesional de la salud que solía ser. Y los hospitales públicos, que en algunos casos eran verdaderos centros de investigación y de excelencia, se han visto superados por la falta de recursos de un Estado empobrecido y por la afluencia de nuevas capas de pacientes que ya no poseen los medios para recurrir a la medicina privada. Uno de los datos esenciales del sistema de salud actual es que es cada vez más costoso. Además de los cuatro tradicionales, han aparecido numerosos actores nuevos que hacen del sistema de salud una red mucho más compleja: los laboratorios de análisis clínicos y los encargados de obtener las tomografías y demás estudios; los mal llamados laboratorios farmacológicos, que realizan los desarrollos de nuevos y maravillosos medicamentos y los quieren cobrar a precio de oro; los proveedores de aquellos equipos tecnológicos de alta complejidad que se han hecho indispensables al diagnóstico y al tratamiento y los técnicos que hacen su mantenimiento; y las así llamadas “obras sociales” que representan el sector financiero que en este campo resultó más necesario que antes, porque toda esta medicina de alta complejidad es extraordinariamente cara y ya no puede ser encarada por el paciente, que antes pagaba la consulta al médico con una gallina o un chivito. Como en otros rubros de la actividad humana, también la medicina ha sido víctima del predominio de la gestión financiera que va más allá de los propios intereses de todos los actores tradicionales. Los diversos organismos de financiamiento, o sea, las obras sociales, los seguros de salud y las empresas de medicina prepaga, se transformaron en los árbitros del sistema, de los cuales depende literalmente la vida o la muerte de los pacientes. Este sistema puso a todos los actores tradicionales a su servicio y son ahora el eslabón más poderoso de una cadena frágil: el más poderoso, por ser el más débil… El que pueda hacer sus aportes a un sistema de buena calidad, tendrá todos los servicios de la mejor medicina; el que tenga uno más pobre, se deberá contentar con una salud de segunda; o de tercera, si no puede pagar ninguno. La complejidad del sistema ha hecho que allí también, como en todos los ámbitos de la vida contemporánea, haya aparecido la fea cabeza de la corrupción. El caso del PAMI es paradigmático, pero también hay corrupción por parte de las empresas farmacéuticas cuando gastan tanto dinero en publicidad y en regalos para los médicos como en las tareas de desarrollo de nuevos tratamientos; como por parte de las instituciones que efectúan estudios o intervenciones innecesarias o facturan otras que ni siquiera se llevan a cabo. Actos de corrupción que son frecuentemente justificados en que los sistemas de financiamiento son malos pagadores. Además, la creciente privatización de la medicina ha hecho que los grupos privados se vean obligados a amortizar sus costosos equipos -muchos de los cuales cuestan millones-, lo que no los pone al abrigo de la tentación de una competencia descabellada entre grupos rivales en una misma localidad, que conduce al sobreequipamiento en algunos aspectos y al subequipamiento en otros. Es que la medicina ya no se estructura en función de las necesidades de los pacientes, que a veces parece que fuesen, en lugar de seres humanos dolientes y ansiosos, consumidores de un producto más del mercado. Pero aún desde el punto de vista de los pacientes, la actitud ha cambiado. Las maravillas que la medicina ofrece a los enfermos son de tal magnitud, que la idea de no poder acceder a ellas es generadora de una genuina desesperación. Y no hablo de los que deben resignarse a una medicina para pobres. Los trasplantes de órganos son el objeto de una tan patética publicidad que en el televidente se crea la impresión de que si no corre a donar su propio corazón, es un malvado egoísta al margen de que acceda a donarlos para que se los aproveche en el caso de su propio deceso. Situaciones terminales, que antes eran aceptadas con resignación, ahora parecen tener salidas tecnológicas que sólo dependen de que aparezca “un donante”, con lo que se ha reforzado la tanatofobia propia de nuestra civilización. Lo que antecede es un intento meramente descriptivo. Las maravillas de la medicina moderna son evidentes, como lo son sus deficiencias. Esas maravillas deberían estar accesibles para todos, pero, por desgracia, no lo están. Si lo estuviesen, se podrían ahorrar muchas vidas y mucho sufrimiento que ya no es necesario tolerar.


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