Salteadores de caminos

Los cortes de ruta protagonizados por «piqueteros» o «fogoneros» ya se han hecho rutinarios en muchos puntos del país y, gracias a la voluntad bien publicitada del gobierno nacional del presidente Fernando de la Rúa de ceder ante grupos que bloqueaban una ruta nacional que pasa por Salta, se han multiplicado de manera notable en los días últimos. Aunque en diversos lugares los vecinos se han manifestado hartos de la presencia de estas bandas, las cuales suelen verse reforzadas por activistas experimentados que viajan por el país a fin de aprovechar los muchos conflictos sociales que están declarándose, parecería que los «piqueteros»cuentan con la simpatía de casi todos los políticos, los clérigos y buena parte de los medios. Son, dicen, víctimas inocentes de una crisis económica maligna impuesta por el Fondo Monetario Internacional o la banca extranjera y de las privatizaciones, pobres que no tienen otra alternativa que la de tomar como rehenes a automovilistas y transportistas, interrumpiendo durante horas o días el tránsito, para presionar de este modo a las autoridades para que les den pan y trabajo. De más está decir que esta actitud sólo sirve para que surjan nuevos piquetes en rutas cercanas a pueblos depauperados.

La propensión generalizada de tratar a los «piqueteros», sean novatos o auténticos profesionales de este oficio, como «víctimas» de la injusticia aunque violan la ley, y de dar por descontado que es deber del gobierno provincial o nacional brindarles «soluciones» inmediatas para sus problemas, podría considerarse evidencia de que, las apariencias no obstante, la sociedad aún no ha perdido por completo sus instintos solidarios, pero ello no sería óbice para que a la larga resulte sumamente negativa. Además de provocar incidentes que en ocasiones provocan estragos materiales y hasta muertes, está contribuyendo a sembrar semillas de violencia que de germinar podrían causar una catástrofe que no mejoraría la condición de un solo necesitado. Es que una de las razones por las que tantas personas hayan quedado esperando años en vano a que localidades dependientes de una sola actividad, por lo común la extracción de petróleo, se recuperen del golpe asestado por el cierre de las únicas «fuentes de trabajo» de la zona, consiste precisamente en la convicción de que tarde o temprano los políticos llegarían con subsidios, empleos o nuevas leyes que permitirían a los habitantes disfrutar de la misma prosperidad que tantos habían conocido antes. Pero, claro está, tales «soluciones», propias de sociedades acostumbradas al paternalismo, no han existido fuera de los discursos electorales de populistas resueltos a hacer pensar que una vez elegidos crearían un sinnúmero de empleos. Así las cosas, lo realmente «sensible» hubiera sido advertirles cuanto antes que en adelante su propio futuro dependería únicamente de sus propios esfuerzos.

Bien que mal, se han ido para siempre los días en que los políticos disponían de todas las respuestas. Puede que esto sea lamentable, pero pocos negarían que es la verdad. Aunque siempre corresponderá al Estado, como institución representativa de la sociedad en su conjunto, ayudar no sólo a los pocos que sean incapaces de valerse por sí mismos sino también a los temporariamente desocupados, organizando sistemas de seguro viables y bolsas de empleo, no se da motivo alguno para prever que un día esté nuevamente en condiciones de repartir grandes cantidades de empleos bien remunerados en la administración pública o en empresas estatales eximidas de la necesidad de ser eficientes. Es de suponer que a esta altura la mayoría de los políticos entienden muy bien esta realidad evidente, pero por pereza o por cinismo ni ellos ni los sindicalistas que en teoría se preocupan por el bienestar de los trabajadores han manifestado demasiado interés en asumir sus connotaciones. Lejos de esforzarse por informar a los ciudadanos de que en adelante les sería inútil esperar mucho del Estado o de los punteros partidarios locales, han preferido asegurarles de que todo seguirá como antes, lo cual es una mentira nada piadosa, como muchos descubren cuando les piden honrar sus promesas.


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