Saqueo institucional

No es ningún secreto que en nuestro país abunden los políticos que, al tiempo que se llenan la boca hablando de su compromiso con la justicia social y otros temas igualmente conmovedores, llenan sus cuentas bancarias. A través de los años, integrantes de la clase política nacional se las han arreglado para enriquecerse a costillas de los demás, con el resultado de que aquí mantener las instituciones propias de la democracia representativa cuesta muchísimo más que en países como Alemania y Estados Unidos. Así y todo, si bien estamos acostumbrados a ser gobernados por millonarios reacios a explicarnos exactamente cómo lograron acumular patrimonios envidiables, ha motivado asombro la desfachatez con la que ministros del gobernador Miguel Saiz se reparten desde hace siete años sobresueldos que ya totalizan por lo menos 24 millones de pesos. Lo hacen bajo un andamiaje con apariencia legal pero mofándose de los órganos que deberían controlarlos, de la Legislatura y de la población que debía estar informada. En vista de la elasticidad de los principios éticos de los involucrados en la maniobra, no sorprendería en absoluto que dicho monto resultara ser sólo la punta de un iceberg de dimensiones llamativamente mayores. La Justicia determinará si el destino de estos sobresueldos eran sólo los miembros del gabinete de Saiz acreedores del cheque, como muestran las pruebas; si éstos también lo repartían a otros funcionarios de jerarquía menor –lo cual igualmente constituye una irregularidad–, o si los ministros resignaban parte de su plus para quedarse con la porción más sustancial. Sea como fuere, los documentos publicados en la investigación de “Río Negro” son claros al probar que al encargado del reparto, el secretario general de la Gobernación, Francisco González, se le dio un cheque en diciembre de 219.500 pesos por fuera de su mensualidad módica de 7.448 pesos. El año pasado este funcionario recibió más de dos millones de pesos en sobresueldos. Otros, como el ministro de Gobierno, Diego Larreguy, tienen que conformarse con menos; en el 2010, le tocaron 736.000 en sobresueldos, pero si bien tanto él como otros beneficiados, entre ellos el ministro de Producción, Juan Accatino, y el de Familia, podrían sentirse víctimas de discriminación, no les hubiera convenido protestar. En todos estos casos, el sueldo oficial es decididamente modesto –merecería el desprecio de muchos camioneros–, de suerte que en cierto modo resulta comprensible que los funcionarios hayan querido suplementarlo con adicionales, como en efecto vienen haciendo sus homólogos en otras provincias y, huelga decirlo, en el gobierno nacional. Sucede que, para defenderse contra sus críticos, quienes integran aquella auténtica nomenclatura que es la corporación política nacional siempre han percibido sueldos oficiales que son llamativamente bajos, detalle que nunca los ha obligado a privarse de nada ya que con excepciones, es de suponer escasas, cuentan con ingresos en negro no declarados. Se trata de un intento hipócrita, y pueril, de hacer pensar a la ciudadanía que la mayoría abrumadora de los funcionarios municipales, provinciales y nacionales, además de los legisladores, se destaca por su austeridad personal y por su dedicación altruista al bien común. De más está decir que virtualmente nadie se deja engañar por la farsa así representada. Aquí la corrupción está tan difundida que muchos se han acostumbrado a dar por descontado que todos los políticos son iguales y que por lo tanto las denuncias que se formulan tienen más que ver con las internas partidarias o las contiendas electorales que están en marcha que con la voluntad de algunos de poner fin al saqueo sistemático del país por lo que podría calificarse de una gigantesca asociación ilícita que, al subordinar todo al afán de lucro de sus miembros menos escrupulosos, constituye un obstáculo imponente en el camino del desarrollo. Pues bien: puesto que los hechos ya son de dominio público y la evidencia es contundente, les corresponde a los legisladores rionegrinos, a la gente y a la Justicia hacer cuanto resulte necesario para que los responsables de lo sucedido rindan cuentas por lo que han hecho, que de ser hallados culpables de actos ilegales devuelvan el dinero y que abandonen para siempre la política, una actividad a la que han contribuido tanto a desprestigiar.


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