Si todo fuera más sencillo…

De acuerdo común, el presidente norteamericano Barack Obama y los mandatarios europeos han resultado incapaces de ponerse a la altura de las circunstancias, razón por la que muchos se han puesto a opinar que, en comparación con los gigantes del pasado, son meros enanos. ¿Compartirá la posteridad el juicio severo así supuesto? La respuesta dependerá de lo que suceda en los años próximos. Si, luego de una etapa de austeridad, las economías avanzadas recuperan el brío perdido, los encargados de manejarlas en una etapa muy difícil serán recordados con respeto, pero si resulta que lo único que les espera es la decadencia, lo más probable sería que los denostaran por su debilidad, lo que sería un tanto injusto: aunque en todas partes pueden oírse lamentos por la falta de líderes fuertes que, se supone, lograrían sacar al mundo desarrollado de la crisis en la que se ha precipitado, los problemas actuales son muy distintos de los enfrentados con éxito por las personas habitualmente incluidas en la nómina de “gigantes” como Churchill, De Gaulle y Roosevelt. El papel que éstos desempeñaron era el tradicional, el del líder en tiempo de guerra. En cambio, siempre y cuando no se cumplan los vaticinios de quienes prevén conflictos en gran escala en el Oriente Medio en que las potencias occidentales tengan que intervenir, los presidentes y primeros ministros actuales seguirán limitándose a luchar contra enemigos menos temibles que los de antes pero así todo formidables: deudas públicas abrumadoras, mercados que para algunos actúan como movimientos políticos malignos, la falta de competitividad de economías enteras, pueblos que se creen con derecho a disfrutar de un nivel alto de bienestar sin saber cómo financiarlo y cambios demográficos que, en el lapso de una sola generación, modifican radicalmente el panorama socioeconómico. Para hacer aún más difícil la situación en que se encuentran Obama, Angela Merkel, David Cameron, Nicolas Sarkozy, Mario Monti y los demás, no existe ningún consenso en cuanto a lo que deberían hacer para merecer la confianza ajena; mientras que algunos expertos les aconsejan imprimir más dinero –o, para emplear el eufemismo en boga, probar suerte con la “flexibilización cuantitativa”–, otros insisten en la necesidad de poner en marcha cuanto antes ajustes draconianos. Así, pues, en la actualidad un “líder fuerte” tendría que elegir entre hacer gala de su autoridad inundando los mercados con fondos frescos con la esperanza de inflar nuevas burbujas y de tal modo estimular la producción, y hacer lo contrario, apostando a que andando el tiempo la gente lo aplauda por haber tenido el coraje de ordenarles desendeudarse apretándose el cinturón. Por desgracia no existe una salida evidente de la crisis socioeconómica que se ha apoderado de virtualmente todos los países ricos salvo, hasta ahora, algunos muy pequeños –como Noruega– que poseen recursos naturales abundantes o –como Suiza– que han conservado su reputación de ser refugios financieros aún confiables, de suerte que la presencia de “líderes fuertes” podría ser peligrosa, sobre todo si con el propósito de subrayar su fortaleza insistieran en aferrarse a un rumbo equivocado. Por lo demás, puede que no haya ninguna “salida”, si lo que uno tiene en mente es un esquema que no sólo garantice una tasa de crecimiento impresionante sino también que con muy pocas excepciones todos se vean beneficiados. Aunque quienes critican a los dirigentes actuales por su falta de imaginación dan por descontado que hacerlo sería relativamente fácil, hay motivos para dudarlo. En un mundo “globalizado”, los norteamericanos y europeos, además de los latinoamericanos, tendrán que competir con miles de millones de asiáticos igualmente dotados y con frecuencia mucho más industriosos que están acostumbrados a percibir ingresos muy inferiores a los considerados tolerables en los países más avanzados. Parecería que muchos nunca estarán en condiciones de superar el desafío planteado por los recién incorporados a la economía internacional, pero que subsidiarlos para que no caigan en la miseria costaría tanto que privaría al conjunto de recursos que necesitarían para levantar cabeza. Es lo que temen muchos “indignados” que sospechan que su propio futuro, y aquel de las comunidades de las que forman parte, será muy distinto del previsto.


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