Tiempo y velocidad en el capitalismo actual

Martín Lozada*

La percepción de que vivimos a una velocidad extenuante y que todo se sucede de modo vertiginoso suele resultar una experiencia compartida. Algunos trabajos recientes pretenden explicarla.

Las prisas y la presión que rigen nuestra cotidianidad derivan, según Luciano Concheiro, del espíritu del capitalismo.

En su libro, “Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante”, afirma que el capitalismo tiene como objetivo primordial la generación de ganancia y el aumento incesante de ella. Y por ende precisa que las acciones productivas se ejecuten con prontitud y tenacidad.

Su historia puede ser leída como una sucesión permanente de innovaciones técnicas y tecnológicas, todas ellas encaminadas hacia la aceleración de los tiempos de producción o de circulación.

La Revolución Industrial, en tanto momento fundacional, instituyó la urgencia por reducir el tiempo de rotación del capital.

Para entonces se construyeron diversos dispositivos para medir el tiempo, de los cuales el reloj resultó el más significativo. La Revolución Industrial exigía una mayor sincronización del trabajo.

La incorporación de la máquina constituyó un momento esencial dentro del sistema productivo, marcado por la suplantación del capitalismo mercantil por el capitalismo industrial.

El tiempo, a partir de entonces, se independizó de los límites biológicos del ser humano y de los demás animales utilizados como fuente de energía productiva.

De ese modo, la mecanización del trabajo abrió el camino a la aceleración. Prueba de ello resultó, a principios del siglo XX, la producción en serie de grandes cantidades de mercaderías estandarizadas.

Los medios de comunicación no fueron ajenos a este proceso. El telégrafo, más luego el teléfono y finalmente internet pusieron fin a la distancias espaciales.

Las nuevas tecnologías -celulares inteligentes, tablets y computadoras portátiles- han hecho lo suyo, al permitir que el trabajo fuera más allá de los límites temporales y espaciales asignados durante el siglo XIX y XX.

Por un lado, la jornada de ocho horas y la semana laboral de cinco días. Por el otro, la fábrica y la oficina.

La cuestión, sin embargo, presenta sus propias contradicciones. Puesto que la velocidad misma es una de las principales necesidades del sistema capitalista para lograr mantener a flote su ambición de enriquecimiento.

Y a un mismo tiempo, las urgencias temporales ponen en crisis la posibilidad de proveernos de una narrativa coherente y autosuficiente para nuestras vidas.

En el tiempo capitalista, el trabajo gobierna sobre el resto de los tiempos a través del dinero como unidad temporal de medida. De ese modo, el tiempo de trabajo se constituye como un eje a partir del cual se articulan el resto de los otros tiempos posibles.

Es un secreto a voces: el capitalismo funciona y logra sobrevivir gracias a un hábil uso de diferentes tiempos y velocidades. Requiere de rapidez y de ligereza para mover el capital y las mercancías. Y simultáneamente, de lentitud y dilación para conservar intocado orden social.

En la actualidad, el tiempo virtual, instantáneo e inmediato, impone y exalta la velocidad. Y su culto está en la base de las diversas formas de su expropiación.

Y es justamente en la prisa que nos urge, y en la falta de tiempo que experimentamos, allí donde mejor se expresa la sensación de que estamos frente a un bien que se escurre como arena entre las manos.

*Doctor en Derecho, profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)


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