Toda identidad es una cárcel

La semana pasada el prefecto de Río de Janeiro le ordenó a la policía que requisara las historietas que mostraban el dibujo de un beso entre dos varones. El prefecto es evangelista –una religión muy conservadora que tiene una fuerte presencia en la política brasileña– y por eso considera que la homosexualidad es un gravísimo pecado que debe ser expurgado.
Después de un forcejeo entre distintos ámbitos administrativos, intervino la Corte Suprema, y declaró ilegal la censura.
A todo esto, el dibujo del beso gay copó las páginas de muchos medios de todo el planeta (por ejemplo, en “Folha de Sao Paulo” se lo incluyó a tamaño gigante en la primera plana) y así tuvo una difusión enorme (cuando, hasta el incidente, casi nadie sabía de su existencia). Se comprobó una vez más que en la época de internet y de la luchas por los derechos de las minorías sexuales toda censura termina siendo contraproducente.
El hecho mostró también que por más liberales que parezcan las reacciones sociales hacia las minorías sexuales, sigue existiendo en muchos ámbitos una mentalidad retrógrada que no tolera que se pueda amar libremente a quien se desee. Aunque haya habido notables avances sociales, aun se sigue persiguiendo a la gente por su identidad sexual.
De esa manera se termina construyendo la identidad del perseguido como una cárcel de la que es muy difícil (sino imposible) escapar. Mucho antes de saber qué es la homosexualidad muchos niños descubren que son gays porque sus compañeros de escuela los insultan por ese motivo. Es la mirada del otro, violenta y censora, la que define la identidad del rechazado.
Todos los grupos minoritarios sienten que los que conforman la mayoría social ven en ellos algo que los discriminados no solo no ven sino que realmente no tienen: esa esencia que los diferencia. La identidad por la que se los discrimina no existe, pero el que los odia y los teme sí la ve en ellos. Es una construcción social que nació hace un siglo y medio y que todavía funciona como castigo para los perseguidos por sus “identidades” sexuales no mayoritarias.
Hasta la aparición de la idea de sujeto (y, luego, de subjetividad) no fue posible pensar identidades. Por eso ninguna cultura antes de la modernidad dividió a las personas según sus identidades. La primera identidad que se construyó fue la homosexualidad. Fue (y sigue siendo) el modelo sobre el que se construyeron todas las demás identidades. Todos los que ocupan un lugar socialmente poderoso no se piensan desde una identidad. La psiquiatría, la criminología y la sociología pensaron 40 años antes en la identidad homosexual (es decir, lo que llamaron “la anomalía”) antes de pensar la identidad que sería vista como la norma: la heterosexualidad.
El que mejor reflexionó sobre este complejo proceso de construcción de las identidades es Michel Foucault. Al internarse en el mundo de la anomalía, Foucault encuentra los personajes que van a dar nacimiento (entre fines del siglo XIX y comienzos del XX) a un grupo del que surgirá las personas que serán rechazadas: son los que fueron llamados los anormales.
En el siglo XIX, junto al homosexual aparecen todas las demás identidades, que al principio son solo vistas como patológicas: el negro (que los primeros escritos antropológicos consideraban subhumano, entre el mono y el hombre) y el aborigen (del que se pensaba que aun no habría llegado al grado mínimo de civilización).
¿Qué pueden hacer los homosexuales, los negros y los aborígenes para escapar de la suerte terrible que se les reserva en la sociedad? En primer lugar, tratar de articular un discurso sobre sí mismos que desmienta los horrores que el discurso oficial decía sobre ellos. Pero para poder expresarse en el debate público primero tienen que reconocerse como portadores de la identidad que es su estigma: es decir, tienen que reconocerse como negros, judíos, homosexuales o aborígenes.
La identidad así comienza a transformarse. De estigma puramente negativo pasa a convertirse de a poco en símbolo de orgullo. Al asumir la identidad “anormal” es que los “monstruos” que creó la maquinaria de discriminación social pueden ser escuchados.
Al aceptar la identidad que les impusieron, los negros, los judíos o los homosexuales adquieren voz propia y pueden cuestionar lo que se hizo con ellos: hace décadas que vienen luchando por ser reconocidos como seres humanos de pleno derecho. Es una larga y dura lucha que todavía muchos no entienden.
Toda identidad es una cárcel. La libertad es lo que cada persona hace con lo que le han hecho. Poner en duda la identidad que nos construyeron (ya sea normal o anormal, ya sea privilegiada o perseguida) es el primer paso para salir del encierro en que nos encontramos.


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