Todos los cuervos del Papa

SANTIAGO RONCAGLIOLO (*)

El caso del mayordomo que filtraba los secretos del Vaticano tiene todos los elementos de los mejores thrillers: para empezar, el protagonista, Paolo Gabriele, un hombre del círculo íntimo del Papa; de hecho, el que despertaba al Pontífice y lo desvestía al acostarse. El que le servía las comidas. Católico devoto y elegante, con nacionalidad vaticana y una familia ejemplar de tres hijos. Insospechable de ser “el cuervo”, el “garganta profunda” de este escándalo. Gabriele filtró a la prensa cartas confidenciales que daban cuenta al Papa de casos de corrupción en la Iglesia, e incluso de una conjura para matar a Su Santidad. Tras su detención, la Gendarmería vaticana registró su apartamento y encontró un nutrido archivo de documentos secretos robados. El Papa tiene 85 años y en cualquier momento requerirá sucesor. ¿Fue un cardenal ambicioso el que encargó las filtraciones? ¿Gabriele actuó por dinero? ¿O lo hizo por idealismo, asqueado por la corrupción que rodea al Papa, ese “pastor entre lobos”? Los buenos thrillers siempre tienen un final contundente, donde se responden todas las preguntas. En cambio, en este caso lo más probable es que las grandes preguntas queden sin respuesta. Rápidamente el Vaticano tomó las medidas necesarias para correr un pesado velo de silencio en torno al caso. El papa Ratzinger culpó a los medios de comunicación, que es como culpar a la prensa financiera por la crisis global. El portavoz vaticano negó que algún cardenal estuviese implicado y, de estarlo, sólo respondería ante el Papa de manera directa. Aunque sólo mida cuarenta hectáreas, el Vaticano es un Estado y, por cierto, uno sin independencia de poderes. Cualquier sospechoso de peso será el jefe de sus propios investigadores o responderá ante sus iguales: otros cardenales. Por si fuera poco, los abogados del acusado sólo pueden pertenecer al selecto grupo autorizado para trabajar en la Santa Sede y su portavoz es… el mismo portavoz del Vaticano. La acusación, que podría ser de “atentado contra la seguridad del jefe del Estado”, se ha limitado a “hurto agravado”, o sea como procesar a los terroristas que volaron las Torres Gemelas por vandalismo. Vandalismo muy feo, digamos. Y todo podrá arreglarse en casa, a salvo de miradas indiscretas, excepto la de Dios. Espero que Dios tenga buena vista, porque también es el único que vio, durante décadas, y cabe presumir que siglos, los casos de abusos sexuales contra menores que llegaron al Vaticano y fueron silenciados con el máximo desprecio por sus víctimas indefensas. Y fue el único testigo de las actividades del Banco Vaticano, investigado por blanqueo de capitales y cuyo presidente, Gotti Tedeschi, fue destituido al mismo tiempo que se capturaba al espía Gabriele. Y por supuesto, Dios debe de ser el único que sabe por qué en España, mientras se recortan brutalmente la salud y la educación públicas, la Iglesia, que resulta ser la mayor terrateniente del país, no paga impuestos por sus propiedades. El silencio de la Iglesia esconde a muchos cuervos, la mayoría más negros que Gabriele y con las alas más largas. Para verlos en ese túnel opaco y siniestro, Dios necesitará una linterna. Me molesta tener que escribir esto, porque yo ni siquiera estoy contra la Iglesia en sí. Las personas que más he admirado en mi vida son casi todas sacerdotes: trabajé en Perú con Hubert Lanssiers, capellán de las cárceles que mediaba en los conflictos –a menudo muy violentos– entre presos y policías. Mientras el Vaticano escondía pederastas, Lanssiers salvaba vidas. Y el año pasado, en Veracruz, conocí a Alejandro Solalinde, defensor de los migrantes que atraviesan su país para llegar a Estados Unidos. Solalinde celebró una conferencia multitudinaria. En un país que no cree en sus políticos, él se convertía en un referente de honestidad y sabiduría. En mayo, mientras el Vaticano se preocupaba por sus filtraciones de corrupción, Solalinde tuvo que abandonar México después de recibir amenazas de muerte de las mafias. Igualmente admirable es Pedro Casaldáliga, que se ha jugado la vida durante décadas denunciando a los terratenientes en Brasil y defendiendo a los más pobres en uno de los países más desiguales del mundo. Y pasada su edad de jubilación, ahí se quedó. En vez de guardar silencio, estos curas hablan: cuentan las injusticias que ocurren a su alrededor. Tratan de resolverlas. Y si tienen que meterse en problemas por ello, les da igual. Escogieron entregar su vida a otra gente, incluso a gente que podría cargárselos, para hacer del mundo un lugar mejor. Significativamente, al Vaticano no le resultan cómodos: ninguno de ellos ha pasado de obispo local. Sea lo que fuere Dios, seguro que tiene que ver con curas como ellos. En todo caso, si hay un lugar en que no está, es la catacumba vaticana, esa cueva tenebrosa donde ya, entre tanto cuervo, no debe de caber ni un querubín. (*) Escritor y periodista peruano


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