Todos pierden

Para una proporción notable de la población norteamericana, el próximo presidente será ilegítimo, un producto del fraude.

Si bien es reacio a decirlo sin ambages, es evidente que el vicepresidente de los Estados Unidos, Al Gore, cree que su rival, el gobernador de Texas George W. Bush, está tratando de apoderarse de la Casa Blanca mediante una serie de estafas electorales dignas de cualquier dictadura. Por su parte, Bush parece convencido de que triunfó en buena ley en las elecciones del 7 del mes pasado y que los demócratas, respaldados por un ejército de abogados mercenarios, están tratando de engañar a la ciudadanía norteamericana. Huelga decir que el eventual desenlace de este conflicto no servirá para modificar las opiniones de los protagonistas ni de sus simpatizantes. Pase lo que pasare, para una proporción notable de la población del país el próximo presidente será ilegítimo, un producto del fraude.

En muchas partes del mundo, esta situación anómala hubiera desatado una crisis tan grave que para resolverla, las autoridades correspondientes tendrían que haber convocado a nuevas elecciones e invitado a observadores extranjeros presuntamente neutrales para que supervisaran el conteo de votos, pero parecería que tal opción está vedada a la nación más poderosa de la Tierra, la cual por diversos motivos prefiere dejar que los tribunales encuentren la salida del berenjenal que se ha creado. Por desgracia, dicha alternativa sólo servirá para asegurar que los perjuicios ocasionados a la democracia norteamericana sigan multiplicándose. Virtualmente todos los jueces, por no hablar de los funcionarios del estado de Florida -la jurisdicción caribeña que está en el epicentro de este embrollo sin precedentes-, podrán ser acusados de anteponer sus lealtades políticas al deber de interpretar con objetividad la ley, de suerte que sus fallos y decisiones no pueden sino provocar nuevas polémicas.

De todos modos, ya es de prever que durante cuatro años «el hombre más poderoso del mundo» sea en verdad un funcionario débil, cuya mera presencia en la Casa Blanca será considerada por muchos una afrenta. Además, el rencor que sin duda alguna sentirán tanto sus propios partidarios como los comprometidos por su adversario hará sumamente difícil el desempeño del Congreso que, a raíz de las mismas elecciones, está dividido en dos mitades casi iguales. Por lo tanto, el «país rector» disfrutará de una suerte de interinato larguísimo durante el cual al gobierno le será casi imposible actuar con rapidez frente a los nuevos problemas internos y externos que con toda seguridad se declararán.

En otras palabras, una vez más, el sistema presidencialista ha resultado ser demasiado inflexible como para funcionar adecuadamente en circunstancias no previstas. Siempre y cuando no quepan dudas en cuanto a la legitimidad del presidente de turno y éste cuente con el poder necesario para cumplir con su trabajo, las dificultades ocasionadas por la tensión al parecer estructural entre la presidencia y el Congreso pueden considerarse manejables, pero cuando el ocupante de la Casa Blanca es tomado ya por un usurpador, ya por un inepto, el esquema así supuesto no tarda en trabarse. Afortunadamente para los norteamericanos, en su conjunto sus instituciones funcionan de forma adecuada y su economía, basada en la empresa libre, es extraordinariamente productiva, pero esto no quiere decir que estén en condiciones de soportar sin preocuparse una crisis política prolongada.

El sistema político argentino se inspiró en el estadounidense. A la luz de sus deficiencias evidentes en su país de origen, convendría que de intentarse otra reforma constitucional los dirigentes políticos prestaran más atención a los méritos del parlamentarismo europeo que, por carecer de la extrema rigidez que es propia del presidencialismo, puede adaptarse mejor a las situaciones embrolladas celebrando nuevas elecciones hasta que el resultado permita la conformación de un gobierno que sea capaz de gobernar. Si bien el parlamentarismo dista de ser perfecto, por lo menos posibilita que los eventuales «errores» del electorado sean corregidos sin demoras excesivas, solución que, claro está, seguirá siendo inconcebible en los Estados Unidos, a menos que la crisis desencadenada por los defectos patentes del sistema electoral floridano produzca convulsiones aun mayores que las previstas.


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