Un error histórico

El domingo pasado se celebró el cuadragésimo aniversario de la asunción del presidente Arturo Illia, un hombre que fue despreciado mientras estaba en el poder pero que, en las décadas siguientes, adquirió una reputación casi mítica debido más que nada a su insólita honestidad personal. Por supuesto, el que a juicio de muchos el que un presidente no haya robado un solo centavo por desprecio por los bienes materiales y por los corruptos que los codician haya sido suficiente como para convertirlo en una suerte de héroe cívico nos dice mucho sobre las características del país por tratarse de cualidades que deberían ser universales entre los miembros de la clase política. Sea como fuere, otra razón por la que Illia es recordado con respeto consiste en la convicción de que si en aquel entonces el país se hubiera conformado con su gestión, se hubiera ahorrado los traumas de los años setenta y los pasos en falso de otras décadas con el resultado de que en la actualidad sería una democracia próspera. Aunque es imposible saber si tienen razón quienes piensan así -el hecho de que todos los países latinoamericanos sean relativamente pobres parece contradecir su optimismo-, la tesis que reivindican dista de ser absurda.  Puede que en términos generales, y desde la perspectiva de quienes ya saben lo que sobrevendría después, la estrategia adoptada por Illia mereciera considerarse un tanto miope, mientras que no cabe duda de que cometió su cuota de errores, algunos muy graves como el supuesto por la decisión de anular los contratos petroleros que había firmado el presidente Arturo Frondizi, pero de no haber caído tantas personas en la tentación de buscar atajos autoritarios, otros gobiernos igualmente democráticos se hubieran encargado de impulsar los cambios necesarios, como en efecto ocurriría en casi todos los países democráticos. De haber sido la Argentina un “país normal”, Illia hubiera sido sucedido por un presidente más conservador o liberal, el que a su vez hubiese entregado el poder a otro más progresista si bien consciente de que no le convendría intentar reeditar todo lo hecho por un correligionario varios años antes. Al fin y al cabo, así funcionan todas las democracias modernas.

En la Argentina de 1964, empero, pocos pensaban de tal modo porque la cultura política del país era netamente autoritaria. Peronistas, militaristas e izquierdistas estaban más que dispuestos a saldar sus diferencias con violencia, propensión que diez años más tarde nos llevaría a los horrores de la “guerra sucia”, pero todos compartían la impaciencia de quienes creían que con un gobierno fuerte que no se sintiera cohibido por leyes “burguesas” el país sería capaz de quemar etapas a un ritmo impresionante. En efecto, el gran enemigo de Illia, y de la democracia, era la impaciencia de los que soñaban con una Argentina más potente pero que ya no manifestaban mucho interés por los pequeños pormenores que, sumados, hacen que una sociedad determinada pueda ser más dinámica que otras. Esta tendencia, propia a los movimientos autoritarios o totalitarios que anteponen la lealtad hacia un caudillo, la obediencia disciplinada o la fe en una ideología a la labor detallista propia de un sistema democrático en el que al individuo se le exige un sentido de la responsabilidad, nos ha ocasionado muchos perjuicios irremediables.

Si bien la ingenuidad típica de la época de Illia, en la que parecía no sólo normal sino sofisticado creer en esquemas que más tarde resultarían inútiles, cuando no catastróficos como los relacionados con el marxismo o con la noción de que los militares conformaban una especie de “reserva moral” y élite modernizadora, ya pertenece al pasado, fue la persistencia de rasgos ya evidentes en los años sesenta la que hizo posible el colapso de otro gobierno radical también considerado congénitamente lerdo, el del presidente Fernando de la Rúa, seguido por una implosión económica con muy pocos precedentes en el mundo de nuestros días. Todavía es temprano para saber si los historiadores del futuro condenarán la impaciencia que condujo a la conclusión prematura de la gestión de De la Rúa con la misma severidad con la que juzgan el golpe que desplazó a Illia, pero convendría que los preocupados por la evolución del país consideraran dicha posibilidad.


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