Un gobierno desnudo y vulnerable frente al 8N

HUGO GRIMALDI (*)

Inasible por lo abarcativa y por lo heterogéneo de sus consignas, la multitudinaria convocatoria del 8N en todo el país, que se encauzó a través de las redes sociales, ha quedado, una vez más, bien lejos de los políticos. De la dispersa oposición, desde ya, de la que muchos sienten vergüenza, pero por sobre todo del gobierno nacional, al que le ha apuntado los dardos tantísima gente negándose a la reforma constitucional, repudiando la presión a la Justicia y los ataques a la prensa, abogando por un manejo no tan intervencionista de la economía y a favor de las libertades individuales o bien, desde las formas, exigiendo que cese la costumbre del kirchnerismo de llevarse todo por delante. Antes de que se desatara el barullo de las cacerolas en el centro y los barrios porteños y en el norte y el sur del conurbano, en cuanta ciudad y pueblo se quisiera recorrer en el país o aun en el exterior, quedó bien claro que, en sus idas y vueltas, el oficialismo se mostró desorientado. Sus dirigentes nunca quisieron o supieron coordinar una estrategia ni un discurso destinado a diluir el malhumor social y a refutar de modo civilizado el derecho a peticionar que ejercieron los ciudadanos. En la calle, la gente reaccionó como pudo. Algunos de insulto fácil, con pancartas reprochables y odio reprimido; otros, familias enteras, con ganas de hacerse escuchar, nada más. En su tozudez, el gobierno sólo atinó a atrincherarse en la solidez del argumento de aquel contundente 54% conseguido hace un año en las urnas, un contrato que le da mandato por tres años más, aunque no patente para cualquier cosa. De allí, los límites que se le han querido marcar y que el kirchnerismo resiste. Enarbolar contra los manifestantes la primitiva descalificación de “destituyente” o la etiqueta de “facciones ultraderechistas”, que galvanizaron más aún la cruzada, o regalarles a los que aún dudaban declaraciones irritantes o discursos destemplados fueron movimientos poco felices que contribuyeron a sumar más gente a la protesta. Lo que ha logrado como elemento político de fuste esta masiva movilización nacional es haber sacado de sus casillas al gobierno y haberlo mostrado desnudo y vulnerable, desde dos puntos de vista. En primer término, el gobierno se la pasó durante los últimos días buscando un enemigo y lo peor que le pudo haber ocurrido es no haber logrado identificarlo, ya que nunca se le hizo del todo visible. Por esa misma razón, esta vez el deporte de la transferencia de responsabilidades no se pudo instrumentar. Ni siquiera los opositores picaron cuando, desde muy arriba, se les pidió definiciones (“hay que ponerse al frente”) y jugaron a apoyar, pero a no ir orgánicamente a las marchas. Tampoco se les pudo entrar demasiado a los manifestantes desde lo temático. Hasta la presidenta hizo un intento para encontrar a quien estigmatizar, pidiendo definiciones sobre cuestiones sensibles, sobre las que el grueso de los argentinos no tiene la menor duda, como los derechos humanos o la pobreza. Aunque, claro está, nada dijo sobre la inseguridad, las drogas, el cepo cambiario, la corrupción o la inflación, todos ellos motivos tangibles de las protestas. En segundo lugar, la debilidad se notó aún más porque quedó muy claro que al kirchnerismo jamás se le pasó por la cabeza que, al menos en algunos tópicos, la gente que se manifestaba podía tener razón. Tanto tiempo negando culpas que es probable que, aun con este cachetazo, siga siendo incapaz de mirarse al espejo, salvo para la alabanza. A la hora de redoblar apuestas y de ratificar rumbos, para el oficialismo nada se ha hecho mal. Por eso, al modelo se lo define como inmutable y se dice que se seguirá avanzando “por más”, tal como lo indica “la nueva construcción política de la región”, sostuvo la presidenta. En su catequesis, el oficialismo ha difundido que, si no se ejecuta algo igual en otros lugares del mundo, es porque los demás están equivocados y se lo pierden. Según la propia Cristina Fernández, lo que se critica son “mitos urbanos”. “Que nadie pretenda que yo me convierta en contradictoria con mis propias políticas”, señaló la presidenta para mostrar que seguirá en sus trece. Por eso, ante la idea gubernamental de renovar la apuesta y de “no aflojar en los peores momentos (sic)”, es más que probable que las demandas de diálogo caigan en saco roto. Qué diferente que ha sido el menú de la política estadounidense. Ganó el progresista, perdió el conservador y se repartieron el Congreso. Ahora negociarán. Ni uno fue un “derechoso” ni el otro un “zurdito”. Esas cosas sólo están instaladas en los dedos acusadores de los afiebrados de por aquí, dispuestos a hacer del Boca-River una religión. (*) Director periodístico de DyN


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