Un imperio endeudado

Cuando de aludir a las perspectivas del “Gran Satanás” se trata, el mandatario iraní Mahmoud Ahmadinejad, un hombre que espera con impaciencia la reaparición del imán oculto que conquistará el mundo en nombre de Alá, suele hablar en términos apocalípticos, de suerte que pocos habrán tomado demasiado en serio sus palabras acerca del derrumbe inminente del “imperio de Estados Unidos” de resultas, asegura, no de su eventual debilidad militar sino de la mala praxis económica de sus gobernantes. “¿Cuánto tiempo más puede permanecer en el poder un gobierno con una deuda extranjera de 16 billones de dólares?”, remató el iraní en el transcurso de una conferencia de prensa que se celebrara en Kuwait. Fue una buena pregunta. Aunque Ahmadinejad se equivocaba en cuanto al monto debido a entidades no norteamericanas –es de aproximadamente 5,5 billones de dólares, mientras que la deuda pública en su conjunto supera los 16 billones–, el que el gobierno de Estados Unidos haya acumulado la deuda más grande de la historia del género humano, y que siga inflándola a una velocidad inverosímil, sí debería ser motivo de viva preocupación para todos, sobre todo para los responsables máximos del destino de la superpotencia. Si bien el mandamás actual del imperio, Barack Obama, y el hombre que desea reemplazarlo, Mitt Romney, juran estar resueltos a hacer algo a fin de reducir a un nivel más manejable la deuda pública de su país, no parecen ser conscientes de la magnitud de la tarea que tendrá que emprender el vencedor de la pelea electoral. Obama da a entender que si los muy ricos, apenas el 1% de la población, pagan un poquito más, todo se solucionará; Romney apuesta a la eliminación de algunos privilegios impositivos menores. En los dos primeros debates ambos brindaron la impresión de creer que, siempre y cuando el gobierno maneje la economía con sensatez, pronto habrá empleos bien remunerados para virtualmente todos y que por lo tanto la clase media norteamericana no tardará en recuperar el bienestar al que se había acostumbrado en los años que culminaron con el estallido financiero del 2008. Huelga decir que mientras dure la campaña ni Obama ni Romney se animarán a pronunciar palabras feas como “ajuste” o “austeridad” que podrían costarles votos valiosos; hace algunos meses el republicano cometió el error de señalar, en una reunión supuestamente privada, que el 47% de los norteamericanos dependía de un modo u otro de los fondos públicos, una “gaffe” que desde entonces los demócratas, encabezados por Obama, no han dejado de aprovechar. Lo que quieren casi todos los norteamericanos es regresar a la “normalidad” de los buenos tiempos cuando la plata dulce abundaba, los indigentes conseguían hipotecas generosas que les permitían mudarse a viviendas bien equipadas, había un superávit de empleos poco exigentes y hasta los semianalfabetos podían pertrecharse de un diploma universitario sin verse obligados a esforzarse. Pero, como acaba de recordarles Ahmadinejad, dicha “normalidad” fue posibilitada en buena medida por el endeudamiento a gran escala. Si bien algunos economistas “keynesianos”, como el premio Nobel Paul Krugman, insisten en que hay que continuar inyectando cantidades astronómicas de dinero en el sistema hasta que el crecimiento así estimulado se encargue de solucionar los engorrosos problemas personales y públicos, parecería que la mayoría no comparte su fe en la “flexibilización cuantitativa”. Gente de ideas rudimentarias e instintos puritanos propende a coincidir con personas nada imaginativas como la canciller alemana Angela Merkel que suponen que, en última instancia, sería mejor manejar una economía nacional como si fuera un hogar o un pequeño negocio. De todos modos, aun cuando, para asombro de los legos, las deudas fenomenales que han amontonado no sólo los norteamericanos sino también los europeos y nipones resulten ser tan inocuas como aseguran Krugman y compañía, a los gobiernos de los países actualmente prósperos no les sería dado restaurar un simulacro del statu quo de hace un lustro. Lo entiendan o no los dirigentes políticos, los países desarrollados acaban de ingresar en un período de cambios revolucionarios. Son víctimas de sus propias proezas científicas y sociales: el envejecimiento, merced a la medicina y al colapso de la tasa de natalidad, de la población ha creado una clase “pasiva” que pronto adquirirá dimensiones imponentes; el progreso tecnológico está destruyendo empleos que son más aptos para máquinas computarizadas que para cualquier trabajador humano; la irrupción en el mercado globalizado de China, la India y sus vecinos, muchos de ellos con decenas, cuando no centenares, de millones de habitantes que son tan capaces como los occidentales o japoneses y mucho más industriosos, y el agotamiento evidente del Estado de bienestar se han combinado para plantear los desafíos que algunos no estarán en condiciones de superar. Según Romney, al impulsar el endeudamiento con el propósito de reactivar una economía somnolienta y, desde luego, de ahorrarse problemas políticos, Obama ha puesto Estado Unidos “en el camino de Grecia”. ¿Exagera? Puede que sí, ya que la superpotencia cuenta con muchas ventajas naturales y, en el sentido antropológico de la palabra, culturales que no se dan en Grecia o en el resto del sur de Europa, pero a juzgar por lo que ya ha ocurrido en partes de California y en ciudades norteñas como Detroit, no es del todo inconcebible que en los años próximos zonas importantes de Estados Unidos caigan en la miseria. Por cierto, no se dan motivos para prever que se reduzca la brecha ya enorme entre los ricos y los pobres; lo más probable es que siga ampliándose a pesar de los intentos del gobierno de repartir de forma más equitativa la riqueza disponible. Tampoco los hay para suponer que el eventual renacimiento manufacturero propuesto por Obama, con la aprobación tácita de Romney, serviría para que se multipliquen las fuentes de trabajo apropiadas para los productos de un sistema educativo que fue diseñado para una sociedad posindustrial. Los dos candidatos quisieran que los empresarios estadounidenses dejaran de “exportar empleos”, pero aunque los de Apple, Nike y otras empresas culpables de hacerlo prestaran atención a las exhortaciones en tal sentido, sus compatriotas sin trabajo no se encontrarían entre los beneficiados por tal manifestación de nacionalismo económico, ya que la razón por la que no consiguen buenos empleos tiene menos que ver con los salarios bajos de los chinos que con el progreso tecnológico y sus propias deficiencias educativas.

JAMES NEILSON

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