Un reencuentro inesperado en medio del campo, en tiempos de cuarentena

Dos viejos conocidos que hace tiempo no se veían se encontraron de casualidad, a unos 64 kilómetros de Bariloche. Historias mínimas en estos días de cuarentena.

El mejor recuerdo que César Cornejo tiene de Don Moya es que fue un buen capataz, cuando trabajó en la estancia Pilcaniyeu.

César era un pibe por esos años y, urgido por ganar algo de dinero, entró a trabajar como peón. “No sabía nada del campo”, recuerda. “Don Moya es una persona muy servicial, cuando necesitás algo está ahí”, afirma. “Cuando era capataz te ayudaba en todo”, enfatiza.

Hacía casi un año que no lo veía. Por eso, cuando lo observó a la distancia, lo esperó montado sobre su yegua tobiana, pegado al alambrado, para saludarlo.

Don Moya avanzaba a caballo por un costado de la ruta nacional 23. Su perro “Chiquito” lo seguía de cerca, con movimientos zigzagueantes, esquivando neneos y coirones que se multiplican en este rincón de la meseta patagónica.

El hombre había ido a Pilcaniyeu a comprar algunos víveres que necesitaba. Antes de emprender el regreso, había parado unos minutos a conversar con los policías, sin bajar del caballo.

Se despidió amablemente de los tres policías que estaban en el puesto de control, en el acceso al pueblo, y emprendió el viaje de regreso a Pichi Leufu, donde es puestero. Ese paraje está a unos 9 kilómetros de Pilcaniyeu.

César Cornejo recorre casi todos los días unos 15 kilómetros a caballo. (Foto Alfredo Leiva)

No había hecho ni un kilómetro, cuando Don Moya y César se vieron. El diálogo se dio espontáneamente, alambrado de por medio. Don Moya con barbijo y César con una bufanda amplia que le cubría gran parte del rostro. Solo dejaba descubiertos los ojos.

No hubo abrazo. Tampoco apretón de manos. El coronavirus obligó a la gente del campo a cambiar costumbres arraigadas durante décadas. El saludo afectuoso quedó para otro momento.

“Mi día empieza a las ocho, a las nueve, a las diez”, afirma Francisco Antonio, pero al que todos conocen como Don Moya por estos lugares solitarios. “No tengo jefe”, aclara. El hombre se jubiló. Hoy, su cuerpo descansa un poco tras de décadas de trabajo rudo y de extensas jornadas.

DOn Moya de regreso a su puesto, en Pichi Leufu. (Foto Alfredo Leiva)

La conversación duró unos minutos. Tras la despedida, Don Moya se aleja. Su perro no le pierde pisada. ¿Don Moya será muy duro este invierno?”, le pregunta Río Negro. “Depende de Dios”, contesta, sin agregar nada más.

César lo sigue con la mirada, mientras el jinete se aleja. Aún le quedan varios kilómetros de recorrido. Cuenta que había parado a almorzar y se disponía a continuar su tarea de supervisar el alambrado que delimita la estancia. Son varios kilómetros. “Veo que el alambre esté sano”, explica. Y asegura que andan “zorros a patadas”. También pumas y ciervos. “Como no anda gente, los ciervos bajan hasta casi la ruta”, asegura. Afirma que hay noches donde los zorros pueden matar hasta 4 corderos.

Don Moya avanza junto a su perro Chiquito, compañero inseparable. (Foto Alfredo Leiva)

Las mañanas son frías por esta época del año y las primeras heladas pueden castigar a cualquier desprevenido. César porta unas rodilleras de chivo que le cubren casi todas las piernas. Solo dejan al desnudo las botas que no se separan de los estribos.

“Para el invierno las rodilleras y el poncho son sagrados”, asegura. Nadie sale al campo sin esas dos herramientas para combatir el frío. Y sobre todo los días de lluvia. En una especie de morral lleva carne asada, el mate y la pava. Es todo el equipo con el que sale a recorrer la estancia todos los días.

César asegura que el oficio que más le gusta es la cocina. Trabajó como cocinero en la mina Cerro Vanguardia, en Santa Cruz, pero hubo problemas con los pagos y decidió regresar. Como había trabajado hace una década en esa estancia, consiguió que lo contrataran otra vez.

César Cornejo debe estar atento porque por estos días abundan los zorros. (Foto Alfredo Leiva)

“Hace mucho que no lo veía a Don Moya. Justo venía acordándome de cuando era más chico y recorría el campo”, relata. Hoy tiene 40 años, tiene dos hijos que viven en Bariloche porque está separado.

“Esto es como una pasión. Me gusta la paz del campo, los animales”, cuenta. “En estos tiempos de pandemia se demuestra que lo mejor es el campo”, sostiene.

Pero la pandemia lo ha tocado donde más le duele. No puede ir a ver a sus dos hijos, que viven en Bariloche, porque hay circulación comunitaria del virus. El celular le permite estar comunicados y achicar las distancias.

Antes de las restricciones, asegura que hacía dedo todos los fines de semana para viajar a Bariloche y visitarlos. “Adrián tiene 15 años y Yésica, 7”, comenta.

El jinete se despide y sigue su recorrida. Todos los días recorre unos 15 kilómetros. Sube una loma, con su perro a pocos metros, como única compañía. Todavía le queda un largo trecho por estas tierras de coirones, uñas de gato y neneos.

César Cornejo regresó a trabajar a la estancia donde conoció a Don Moya. (Foto Alfredo Leiva)

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