Una cita en Washington
Aunque la invitación a una reunión en la Casa Blanca el miércoles próximo que George W. Bush envió a Néstor Kirchner hace un par de días ha causado cierta sorpresa tanto aquí como en Estados Unidos, puede entenderse el interés del mandatario norteamericano en intentar establecer cuanto antes una relación personal con su homólogo argentino. Además de sentirse preocupados por la escasa voluntad de nuestro gobierno de llegar a un acuerdo definitivo con el FMI, los funcionarios de la superpotencia tienen buenos motivos para temer que Kirchner, entusiasmado por su propia retórica y por el aplauso de un entorno alegremente contestatario, termine comprometiéndose con actitudes no tan distintas de las asumidas por el venezolano Hugo Chávez. En efecto, en el transcurso de su visita a Europa Kirchner se dio el gusto de aprovechar todas las oportunidades para hacer gala de su desaprobación de los inversores extranjeros, de los banqueros y, de más está decirlo, del FMI que según él es en buena medida responsable de la decadencia de nuestro país. Si bien a diferencia de Eduardo Duhalde aún no ha caído en la tentación de adoptar posturas visceralmente antinorteamericanas, en vista de su propensión a formular declaraciones «duras» no extrañaría demasiado que un día lo hiciera. Por cierto, la aparente «amistad» de Kirchner con el dictador cubano Fidel Castro, un personaje brutal cuya popularidad entre los latinoamericanos politizados se debe principalmente a que sea un enemigo declarado de Estados Unidos, supone que a menos que Bush actúe con rapidez el santacruceño, convencido de que los norteamericanos no lo aprecian, podría empezar a provocarles problemas tratándolos como si fueran empresarios españoles o franceses.
Cuando Bush iniciaba su gestión, dio a entender que privilegiaría la relación de Estados Unidos con América Latina, la única región fuera de su país que le interesaba, pero a partir de la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York por terroristas islámicos su atención se ha visto monopolizada por los problemas gigantescos planteados por la incapacidad manifiesta de un amplio arco de países para adaptarse al mundo «globalizado» que bien que mal está liderado por Estados Unidos. Mientras tanto, empero, varios países de América Latina, encabezados por el nuestro, se han precipitado en crisis económicas sumamente graves que muchos olvidadizos, entre ellos Kirchner, atribuyen casi por completo al «consenso de Washington» que entronizó el «neoliberalismo», o sea, una forma muy norteamericana de manejar la economía. Combinado con las protestas contra la guerra que puso fin al reinado de Saddam Hussein en Irak, el rencor ocasionado por la ausencia de ayuda financiera que de haberlo creído conveniente, pudiera haber brindado el país más rico del planeta, ha intensificado el riesgo de que las clases políticas latinoamericanas opten por hacer de la oposición a Estados Unidos, y en especial a Bush, el eje de su estrategia a fin de desviar la atención de sus compatriotas de sus propias deficiencias y de ahorrarse la necesidad de emprender reformas difíciles. La inquietud que sembró el surgimiento de Luiz Inácio «Lula» da Silva no tardó en disiparse, pero desde el punto de vista de Washington el deseo evidente de Kirchner de diferenciarse del brasileño, criticándolo por su presunta proximidad a Bush, podría significar una decisión de asumir el papel tradicional argentino de adversario hemisférico número uno de Estados Unidos, aunque sólo fuera por el afán de su presidente de desempeñar un rol protagónico. Puesto que en el mundo de la política internacional las relaciones personales son tan importantes, es natural que Bush haya querido acercarse a Kirchner antes de que ya sea demasiado tarde.
Es de esperar que funcione «la química» así supuesta. No cabe duda de que una cruzada antinorteamericana y anti-«neoliberal» beneficiaría directamente a un puñado de políticos y que también complacería a muchos intelectuales, pero perjudicaría enormemente a la inmensa mayoría de los habitantes del país, al reducir la posibilidad de que sea solucionado el problema tremendo planteado por el mayor default soberano de la historia para que se reanuden lo antes posible las inversiones que serán precisas para una recuperación económica genuina.
Aunque la invitación a una reunión en la Casa Blanca el miércoles próximo que George W. Bush envió a Néstor Kirchner hace un par de días ha causado cierta sorpresa tanto aquí como en Estados Unidos, puede entenderse el interés del mandatario norteamericano en intentar establecer cuanto antes una relación personal con su homólogo argentino. Además de sentirse preocupados por la escasa voluntad de nuestro gobierno de llegar a un acuerdo definitivo con el FMI, los funcionarios de la superpotencia tienen buenos motivos para temer que Kirchner, entusiasmado por su propia retórica y por el aplauso de un entorno alegremente contestatario, termine comprometiéndose con actitudes no tan distintas de las asumidas por el venezolano Hugo Chávez. En efecto, en el transcurso de su visita a Europa Kirchner se dio el gusto de aprovechar todas las oportunidades para hacer gala de su desaprobación de los inversores extranjeros, de los banqueros y, de más está decirlo, del FMI que según él es en buena medida responsable de la decadencia de nuestro país. Si bien a diferencia de Eduardo Duhalde aún no ha caído en la tentación de adoptar posturas visceralmente antinorteamericanas, en vista de su propensión a formular declaraciones "duras" no extrañaría demasiado que un día lo hiciera. Por cierto, la aparente "amistad" de Kirchner con el dictador cubano Fidel Castro, un personaje brutal cuya popularidad entre los latinoamericanos politizados se debe principalmente a que sea un enemigo declarado de Estados Unidos, supone que a menos que Bush actúe con rapidez el santacruceño, convencido de que los norteamericanos no lo aprecian, podría empezar a provocarles problemas tratándolos como si fueran empresarios españoles o franceses.
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