Una cultura perversa

Puesto que en la Argentina es tradicional que los parlamentarios redondeen sus ingresos con retribuciones encubiertas para evitar el control fiscal, sería absurdo tratar a los beneficiados por esta costumbre como delincuentes. ¿De acuerdo? Desgraciadamente para la ex diputada bonaerense Patricia Mónica Fernández, los magistrados españoles se negaron a tomar en serio este principio supuestamente tan criollo, razón por la que acaban de aprobar la extradición de la duhaldista que ha sido acusada ante la Justicia de nuestro país de apropiarse de casi cien mil dólares destinados en teoría a becas y subsidios para los niños pobres, de los que hay muchísimos en la provincia de Buenos Aires. Tampoco prestó mucha atención la Audiencia Nacional de España a la afirmación de la defensa de que el único motivo por el que la ex diputada está en problemas consiste en que es víctima de «la venganza política por parte de otro partido político opuesto al suyo». Puede que de hecho sea así -al fin y al cabo, es poco común que un «dirigente» denuncie a un compañero o correligionario-, pero parecería que a juicio de los españoles la verosimilitud de las acusaciones importa más que la coloración partidaria de quienes las formulan.

De todos modos, no extrañaría demasiado que la ex diputada provincial, que podría ser sentenciada a diez años entre rejas, sinceramente creyera en su propia inocencia y que imaginara que los jueces españoles entenderían su situación, reconociendo su derecho a considerarse una refugiada política. Es que lo mismo que virtualmente todos los demás parlamentarios, operadores y militantes partidarios del país, para no hablar de los mandamás sindicales, Fernández se formó en una cultura en la que ha sido normal que los «dirigentes» percibieran sumas cuantiosas de origen difícilmente confesable, sin excluir las que figuran como ayuda social, modalidad que reivindican tácitamente los partidos dominantes que se han habituado a repartir el botín así conseguido conforme a reglas que suponen equitativas, de suerte que su propia conducta le habrá parecido mucho más honorable que aquella de «los buchones» que la denunciaron. Además, hasta hace muy poco la ciudadanía toleraba esta situación por suponer que era el precio que le correspondía pagar por el privilegio de vivir en democracia, votando sin complejos por partidos notorios por la voluntad de sus jefes de defender las instituciones enriqueciéndose personalmente cuanto antes a costa de los sectores más pobres que, lejos de castigarlos por sus crímenes, han celebrado su viveza apoyándolos. Si el grueso de la clase media ha cambiado de opinión, será un resultado directo de la crisis económica que se ha abatido sobre el país, no de una especie de revolución moral, lo que hace temer que, de difundirse la idea de que el gobierno de Eduardo Duhalde haya logrado frenar el derrumbe, se debilitarán en seguida las presiones en favor de una lucha frontal contra la corrupción.

Aunque en comparación con los países del norte de Europa, España misma es muy corrupta, sus dirigentes han hecho mucho más que sus homólogos argentinos para liberarla de este flagelo que es de raíz autoritaria, por basarse en la convicción de que los poderosos deberían tener derecho a operar según códigos muy distintos de los apropiados para sus inferiores. Si bien en las provincias más atrasadas la forma de pensar resumida por el eslogan «roban pero hacen» es tan popular como antes, parece estar replegándose en la mayoría de los centros urbanos, de ahí el desprestigio de casi todos los representantes de partidos populistas antes hegemónicos. De verificarse esta tendencia, la incapacidad comprobada para manejar la economía con un mínimo de eficacia de una «clase política» que no se siente constreñida a rendir cuentas ante nadie tendrá por lo menos algunas consecuencias positivas, al obligar a sus miembros a actuar de manera mucho más transparente, y por lo tanto más democrática, que en el pasado. Por supuesto que es una lástima que para aprender esta lección el país haya tenido que experimentar una catástrofe que ha depauperado a millones, pero tanto aquí como en otras partes, cuando de la política se trata, el progreso suele ser muy lento y siempre se debe más a los fracasos que a los logros.


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