Una radiografía de las escuelas argentinas bajo el foco de Pichi Azcarate

Un libro con imágenes infantiles en escuelas de distintos lugares de el país.

FOTOS

Imágenes infantiles tomadas en distintos lugares de la Argentina dan vida al libro de fotografías “Escuelas”, del inolvidable Roberto “Pichi” Azcárate, fotógrafo del Ministerio de Educación de la Nación los últimos 12 años y reportero gráfico que comenzó como “retratero”, como le decían aquellos lejanos días de 1976 durante su exilio en Barcelona.

Fallecido en marzo de este año, Pichi, como era conocido en el ambiente periodístico -entre otros medios, trabajó en la agencia Télam-, fue uno de los creadores de la agencia Betha que brindó servicios a diarios del interior y publicaciones internacionales.

“Estas páginas que siguen recogen algunas de las incontables imágenes que Pichi supo retratar, mostrándonos un sistema educativo vivo y complejo, cercano, con rostros y con gestos que trascienden a la obviedad del protocolo”, dice el ministro Alberto Sileoni, en la introducción del libro.

“Estas imágenes -apenas un puñado de las muchísimas que atesoraba después de cada viaje- narran también la esencia del día a día en las aulas, en las entrañas de un sistema educativo renovador que no es, ni volverá a ser, el que fue hace más de una década”, cuentan en el prólogo sus amigos que resaltan la enorme calidad ética y estética de las fotografías.

Así es como pone en foco el “Comienzo de las clases”, con una docena de chicos que caminan en un pueblo rural rumbo a la escuela, aparecen las caritas sonrientes y expectantes de tres pequeñas alumnas de Orán (Salta). Y en Maimará (Jujuy) todo el curso con sus notebooks abiertas, que también llega a esos lugares alejados de la patria.

También en Salta, dos chicos juguetean con sus delantales rojos y los bolsillos cuadrillé y no advierten que son capturados por la cámara del Pichi, atento a sorprenderlos en esas momentos mágicos que ellos mismos fabrican sin darse cuenta.

Un grupo corre en el patio mientras un cartel atrás reza: “Unos ojos nos miran, nos están mirando, hagamos un mundo mejor…”, mientras en Ñorco, Tucumán, los alumnos forman fila y una pancarta les recuerda: “Nuestro derecho a la educación ya es una realidad”.

Miradas sobre el cuaderno de tareas, ojos que se deslizan para espiar al fotógrafo o una niña jujeña con un libro de cuentos.

No podía estar ausente, el recreo con juegos diversos -”el juego convierte al recreo en una prolongación del tiempo de aprendizaje: en el recreo aprendemos a ser un poco más nosotros”. Y aparece la pelota que rueda en geografías diferentes, otros chicos bajan todos juntos del tobogán y se trepan a las hamacas.

Desde Berazategui hasta Pumamarca, el registro fotográfico abarca todo lo que ocurre en cada sitio, arma un mosaico demostrativo de la actividad escolar, lúdica de los más pequeños, pero no se detiene allí e irrumpe en el aprendizaje de los oficios.

Una niña riega en una huerta de la ciudad bonaerense de Tandil; en Río Negro tres o cuatro pelean por encimar panes de pasto; en tanto, frente a la mirada atenta del maestro, algunos estrenan la sierra o se ponen los cascos.

Las escuelas rurales muestran sus animales, desde gallinas hasta toros, bajo el yugo con que arrastran el carro o un tractor guiado por una adolescente: todo da idea de un aprendizaje que no se limita a las palabras, sino que incorpora el abecedario del mundo del trabajo.

Una panorámica muestra a un centenar de cabecitas con guardapolvos blancos que escriben la palabra paz frente a un monumento a la bandera; otra, toma bien cerca una rayuela que está siendo pintada por los alumnos.

Unas niñas con pañuelos blancos recuerdan a las Madres de Plaza de Mayo, los demás las siguen y otros dos llevan un cartel donde se lee 1976, un ejercicio de la memoria que también se aprende en la escuela.

Instrumentos musicales como la guitarra, el bombo, la flauta o el violín aparecen en manos infantiles; al igual que el baile, las prendas típicas que se usan para celebrar fechas tradicionales y los pasos inconfundibles de la murga, ejecutados por alumnos de diferentes escuelas.

No faltan los abanderados, las sonrisas, los desfiles en lugares remotos de los cuatro puntos cardinales del país, un burro que espera la salida de su dueño para emprender el camino a casa, alejada de esa escuela convertida en refugio y en el lugar donde la soledad de esos parajes queda desterrada.

El libro deja para lo último imágenes de los maestros -muchos llegan a caballo, incluso aparece uno en moto-, posando frente a sus escuelas: pequeñas, con paredes de adobo, barro, chapas; una recostada sobre una ondulación, otra de ladrillo, otra toda blanca.

Globos de colores lanzados al cielo de Buenos Aires y como cierre de este recorrido, irrumpe la imagen sonriente de Pichi, que entra a una escuela de San Justo, ante la mirada pícara y los aplausos de los alumnos.

“Acompañarlo en su tarea era un baño de ternura, una clase magistral sobre el modo en que él concebía su oficio, una lección que no se imparte en ninguna academia”, sintetizan sus amigos.

“En esa instantánea quedará guardada su memoria para mí y para todas sus compañeras y compañeros de nuestro Ministerio, que tuvimos el privilegio de caminar (y aprender) a su lado”, remata.


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