Violencia y acoso moral

Natalia González*

Estamos en una época de violencias ya acreditadas y configuradas por la sociedad y ante la ley y en las que quien más quien menos puede reconocer a alguien cercano que las padece o las sufre en piel propia.


La violencia puede ser directa o indirecta y estar situada dentro del seno familiar, en el plano laboral o en las relaciones personales. Hay maneras de violencia donde la manipulación perversa termina en la destitución de la identidad de la víctima, con su consiguiente destrucción moral, y puede acabar en trastornos graves de la salud mental y hasta llegar al suicidio.


Marie-France Hirigoyen, especialista en victiminología, dice que ha elegido utilizar los términos “agresor y agredido a propósito, pues se trata de una violencia probada, aunque se mantenga oculta, que tiende a atacar la identidad del otro y a privarlo de toda individualidad” y explica que conservará igualmente la denominación de “perverso” porque remite claramente a la noción de abuso, que está presente en todos los perversos.
“Las cosas empiezan con un abuso de poder, siguen con un abuso narcisista, en el sentido de que el otro pierde toda su autoestima, y pueden terminar a veces con un abuso sexual”.


Hay una sutileza y un silencio integrados en estas prácticas; no suelen ser evidentes y no son percibidas claramente, ni fácilmente identificadas.
Cuesta mucho tiempo darse cuenta porque en general ante la sociedad los victimarios no son claramente punibles ni identificados, porque hay un lugar otorgado a la duda sobre la víctima. Se la puede tildar de exagerada y −como el victimario no es una persona que a las claras sea identificada como tal− se hace muy difícil ver el proceso muy sutil de degradación de la persona, al punto de que a ella misma la hacen dudar.


Es por eso que hacer una reflexión profunda de las relaciones y los vínculos que vamos estableciendo en nuestra vida −y también verlos en la vida de los demás− nos llevan a replantearnos los tipos de violencias que, más allá de nuestra percepción consciente, podemos estar viviendo de más cerca o de más lejos.


Se trate de nuestra familia o de una ajena. Se trate de nuestra corporeidad inscripta en el seno de relaciones laborales, o de nuestros lazos más inmediatos, y la permisividad de la que somos capaces a la hora de consentir que nos abusen.


Poder reflexionar y distinguir las maneras en que dejamos que la perversión que lleva al acoso moral afecte nuestras estructuras sociales, nuestro ámbito laboral o nuestras vidas particulares, nos permitirá hacer frente a las batallas cotidianas que muchas veces nos llenan de impotencias y nos hacen caer inconscientemente en la victimización cuando en realidad somos sujetos de derechos que tenemos la obligación de denunciar.


Porque “la perversidad no proviene de un trastorno psiquiátrico, sino de una fría racionalidad que se combina con la incapacidad de considerar a los demás como a seres humanos”, dice Hirigoyen.


*Psicóloga neuquina.


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