De la tristeza de caminar en un bosque quemado de la Patagonia a la alegría por las araucarias que renacen

Nico y Ari viven en una cabaña en Moquehue, en la cordillera neuquina. Salieron a hacer un trekking al cerro Colorado y cuando atravesaban el bosque arrasado por el fuego descubrieron algo maravilloso. Acá Nico comparte el relato, las fotos y el video. Te vas a emocionar como ellos...

Esta caminata en el cerro Colorado de cara al lago Moquehue terminó con una sonrisa para Nico y Ari. Fotos: @nico.pollo

A veces se tiende a pensar que la época más linda para visitar Moquehue es el verano, por las altas temperaturas, la posibilidad de disfrutar del lago, los días largos con luz hasta cerca de las 22 hs, los colores de los árboles y las flores, y la multiplicidad de actividades que hay para hacer en la zona.

Sin embargo, aquí todas las estaciones son hermosas. Los colores varían de formas extraordinarias, y por ende los paisajes también. Si bien llegado el otoño las temperaturas disminuyen un poco, por lo que pasamos menos tiempo en torno al agua, a la vez, se presta para realizar más caminatas sin padecer tanto los calores extremos que son cada vez más frecuentes en esta zona, y que se ven acrecentados por la escasez de lluvias en la región, lo cual muchas veces tiene consecuencias nefastas más allá de las sequías, como son los incendios forestales.

Era una mañana hermosa, fresca, pero hermosa. Salimos de casa alrededor de las 9 am, abrigados con una campera liviana y un buff (cuellito), dado que, donde vivimos, es un lugar boscoso y bastante sombrío. Sin embargo, al comenzar a caminar, el sol ya estaba calentando la superficie, por lo que rápidamente comenzamos a desabrigarnos.

El cielo estaba despejado y el lago planchado. Nuestro objetivo era dirigirnos hacia el Cerro Colorado. La propuesta era que Ari, mi pareja, conociera el lugar por el que en invierno vamos a esquiar con Cambá y Mambo, los fieles compañeros de aventuras.


Caminando por el bosque que perdió 400 hectáreas por un incendio


Caminamos unos 10 minutos, y rápidamente nos internamos en la montaña, comenzando nuestro recorrido en torno a un bosque que en 2018 perdió alrededor de 400 hectáreas producto de un incendio forestal. Si bien no se sabe la causa, hay quienes dicen que fue producto de la negligencia humana, por un asado mal apagado, lo cual es bastante frecuente de ver en la zona.

Ari, Mambo y Nico. Un alto en la caminata.

La parte baja de la montaña se caracteriza por contar con árboles pequeños, de baja estatura, como son los ñires, además de arbustos y caña colihue. Luego, a medida que se asciende, podemos encontrar un bosque mixto de lengas, coihues y araucarias de más de 30-40 metros de altura, y cientos de años de antigüedad. Es impresionante ver la diferencia entre dichas especies, sobre todo tras el incendio.

Si nos fijamos en los ñires, se quemaron por completo, quedando únicamente restos de sus finos troncos tiznados clavados a lo largo de todo el recorrido, dejando rastros en la ropa cada vez que los rozas sin querer mientras subís.

Por otro lado, muchas lengas y coihues aún permanecen en pie, muertos, con sus troncos blancos, y sus ramas en forma de esqueletos, mientras que otros fueron despojados de ellas por las llamas.

Por último, en el caso de las araucarias, su madera es tan compacta, tan dura, que incluso luego del incendio muchas de ellas, de mediana estatura, aún conservan sus ramas intactas. Sus troncos, también blancos como fantasmas que se mantienen en pie, generan una escena nostálgica y a la vez maravillosa del poder de la naturaleza para soportar las adversidades, dando una noción de la resistencia y resiliencia que caracteriza a esta especie.

Tras unos 45 minutos de trekking, llegamos a la parte media de la montaña y decidimos parar a tomar unos matecitos.

Mientras disfrutábamos del sol, nos sacamos el calzado para hacer un poco de grounding o earthing (técnica que aporta grandes beneficios a la salud y que consiste en simplemente poner los pies descalzos sobre la tierra), a la vez que apreciábamos el paisaje.  A lo lejos escuchábamos unas vacas que estaban por ahí, y veíamos como los perros, tras descansar unos minutos, continuaban explorando las inmediaciones.

Un mimo de Ari a Mambo, con los pies descalzos.

La conexión que se siente en esos momentos, es única, indescriptible. Son situaciones donde las palabras no alcanzan, ya que todo es un constante contemplar estando presente en la inmensidad de la naturaleza.

Luego de sentirte invencible por haber llegado hasta ese punto, te das cuenta que en realidad no somos más que pequeñas fracciones de un todo gigantesco, inmensurablemente superior a la individualidad personal, y que nuestra presencia allí no es más que un efímero momento, pero que, a su vez, forma parte de esa totalidad.

Tras unos 40 minutos, y haber compartido unos mates y una breve charla con Franco, un amigo que había subido más temprano a caminar al cerro junto con Amira, su perra, decidimos seguir subiendo un poco más.

En el camino, pudimos ver unas vacas amamantando a sus terneros (ya bastante crecidos), que compartían el mismo espacio por donde nosotros pasábamos. Una vez llegados hasta ¾ del cerro, nos encontramos al pie de un pedrero que da acceso a la cumbre.


El cerro donde esquían en invierno


Sin embargo, decidimos no continuar, sino que simplemente nos quedamos sumidos en el bosque, apreciando la inmensidad de los árboles y la pendiente pronunciada que nos había llevado hasta allí. Le mostraba a Ari cuales eran los lugares por los que descendíamos en invierno junto con sus hijos (Mambo y Cambá), y sus respuestas solían tornar alrededor del “están locos” y todos sus sinónimos.

Luego de unos minutos disfrutando de la sombra del bosque, decidimos emprender el retorno, probablemente la parte más difícil, ya que, a diferencia de lo que comúnmente se suele pensar, es el momento donde tendemos a relajarnos, pero, a la vez, el cansancio ya está presente en su máxima expresión, por lo que sostener el cuerpo en cada paso de bajada es una carga cada vez mayor para las piernas.

Sumado a eso, el terreno no es de lo más ameno, por lo que los resbalones producto de las ramas caídas o las piedras son moneda corriente, dejándote sentado, apreciando el paisaje desde un poco más abajo por unos instantes, lo cual genera sentimientos encontrados de risas y frustración por el hecho de tener que volver a levantarse con todo el cansancio que se carga encima.

Pasamos el lugar donde tomamos los mates, y bajamos por otra cara del cerro, más inmersos en la zona quemada. Una vez allí, venía apreciando los renovales de araucarias que habían surgido hace unos años tras el incendio, lo cual siempre me llena de alegría, ya que demuestra que “no todo está perdido”. Claramente, son especies que tardan cientos de años en crecer y desarrollarse. Sin embargo, siempre me da una sensación de esperanza el pensar que las futuras generaciones podrán disfrutar de estos bosques milenarios así como lo hacemos nosotros.

Para mi sorpresa, en un momento que me detuve a sacar unas fotos y saqué el foco de mis pisadas, pude apreciar un sector donde hay muchas araucarias quemadas, y descubrí algo maravilloso, que nunca antes había visto. La presencia de un “ave fénix”. Según la mitología griega, es un ave de larga vida que se regenera de las cenizas de su antecesor. 


El renacer de las araucarias


En este caso, de entre los restos quemados de las araucarias que aún seguían en pie, éstas ¡habían comenzado a rebrotar! Y no se trataba de una, ¡sino de la gran mayoría de las que hace 5 años atrás habían sufrido las inclemencias de las llamas!

Además, no eran pequeños brotes, sino largas ramas de un verde oscuro que asomaban en las copas de las araucarias fantasmales, color “blanco muerte” y “marrón seco”, que caracteriza a los bosques quemados.

Un abrazo a una araucaria.

Literal, ¡no lo podía creer! Las lágrimas casi brotaban de mis ojos por la alegría al ver eso. No solo por el hecho de que están renaciendo, sino porque se trata de un suceso que no creía posible, sino más bien inimaginable. La miraba a Ari con mi sonrisa de oreja a oreja, quien también estaba atónita observando esa maravilla. Me reía, y le decía: “Amor, ¡es muy zarpado! ¡ha Vita!”, que en italiano significa “tiene vida”.

Nos reíamos porque desde hace un tiempo venimos desarrollando un proyecto mediante el cual brindamos clases y entrenamientos de diferentes disciplinas, y nuestro objetivo es reavivar la llama de la vida, despertar esa motivación interna que muchas veces se ve opacada por el trajín de la cotidianeidad que nos envuelve en un ritmo de estrés, alimentando un círculo vicioso de ansiedad, desasosiego y apatía. Cuestiones que, como humanos, todos sentimos en algún momento en mayor o menor medida.

En esos casos, cuando nos percatamos que los suspiros profundos y desahuciados se hacen cada vez más presentes, es cuando nos miramos, sonreímos, y nos decimos “¿Vamos a caminar?”, ó, “¿Entrenamos?”. Este día, al ver esto, todos los significados de “haVita” cobraron sentido. En latín, havita, significa “amar”; ha-vita, significa “esta vida”, y en italiano, “tiene vida”.

En definitiva, ¿Qué mejor que amar esta vida, no? Más allá de las adversidades que pueda presentar, en el fondo, siempre, tiene vida.

Podés ver más fotos, videos y aventuras de Nico y Ari en instagram.com/havita.ar/


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