Brutalidad policial en Colombia: el caso del abogado Ordóñez

Andrés Páramo Izquierdo*

En la madrugada del miércoles 9 de septiembre, Día Nacional de los Derechos Humanos en Colombia, el abogado Javier Ordóñez fue sometido en Bogotá por dos miembros de la Policía nacional, quienes, después de dejarlo indefenso en el piso, le propinaron nueve descargas eléctricas de táser mientras él les pedía que pararan, suplicando por su vida. Horas después, murió. Dicho de forma más apropiada: la Policía colombiana lo mató.


El video de este brutal asesinato circuló en la mañana del mismo miércoles y se regó como pólvora por las redes sociales de ciudadanos que estaban progresivamente más llenos de rabia.


La indignación no fue para menos. Están más bien frescos en la memoria otros actos de este estilo, ejecutados también por miembros del cuerpo policial, como el de Anderson Arboleda, un joven que habría muerto tras la golpiza con mazos de madera que le propinó un policía en Puerto Tejada, departamento de Cauca. O el de Dilan Cruz, a quien, durante el paro nacional de finales del año pasado en Bogotá, un agente del Escuadrón Móvil Antidisturbios le abrió la cabeza con el tiro de una munición repleta de perdigones. O el de la joven de 20 años violada en un colectivo de la Policía Metropolitana de Bogotá, por parte de un patrullero que aceptó los cargos ante la Fiscalía.


De acuerdo con Temblores ONG, en un informe llamado Bolillo, Dios y Patria, entre 2017 y 2019 fueron cometidos 639 homicidios por parte de miembros de las Fuerzas Armadas, la Policía y los servicios de inteligencia.
El presidente Iván Duque dijo que los colombianos habíamos “visto hechos dolorosos” (refiriéndose al asesinato del abogado Ordóñez), pero que habíamos visto también la actitud “gallarda, férrea, no solamente de los comandantes de la Policía, sino también del señor ministro de la Defensa y de toda la institucionalidad para que se hagan las investigaciones”.


La ira terminó de dispararse una vez cayó la tarde. Muchos ciudadanos se juntaron frente a estaciones de Policía repartidas por la ciudad para protestar frente a ellas con la figura ya usual del cacerolazo. Algunos de ellos gritaron, algunos otros rayaron sus paredes, otros tantos rompieron sus ventanas, y, en el resultado global, 12 de las estaciones fueron quemadas.


Algunas voces pidieron cesar esos actos: diciendo que rechazaban por igual las dos violencias (la de la Policía y la de los ciudadanos), como si fueran ambas una misma cosa y no dos sucesos diferenciados en formas, en modo y en resultado.


Porque lo que se vino después, el otro resultado, fue sin duda mucho peor, de una brutalidad policial llevada irracionalmente a su punto más abyecto. Se sabe que nueve personas, sin contar al abogado Ordóñez, murieron durante los hechos de este día fatal en las poblaciones de Soacha y Bogotá. Y se vieron por redes sociales denuncias ciudadanas de agentes de la Policía disparando armas de fuego contra civiles desarmados.


La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, salió hoy a mencionar las cifras de muertos y heridos por armas de fuego y a denunciar que la Policía desobedeció la orden expresa de la alcaldía de no usar ese recurso para disipar las marchas. Que un gobernante manifieste abiertamente que no tiene control sobre la fuerza pública es muy preocupante en una democracia.


El presidente Iván Duque salió furioso a decir que “bajo ninguna circunstancia podemos aceptar como país que se estigmatice, que se llame ‘asesinos’ a los policías”. Es al revés.



Colombia no terminaba de amanecer ahogada con las cenizas de esa barbarie, y Carlos Holmes Trujillo, ministro de Defensa, a quien ya se le está haciendo tarde para renunciar (según el Instituto de Estudios Para el Desarrollo y la Paz, en Colombia han ocurrido más de 50 masacres en lo que lleva el año), salió a decir cosas del siguiente tenor: que había una campaña “institucional” contra la Policía Nacional, en forma de tendencia en redes, para incitar a la ciudadanía a cometer actos de violencia dirigidos contra ella.


En los momentos en que es urgente encontrar a los responsables de los homicidios sucedidos el 9 de septiembre, cuando de sobra es requerida al menos una reforma a la estructura de la Policía (en la que debería haber despidos en su cúpula como primera medida) el gobierno nacional sale a decir estas cosas, no solo con su rasgo ya usual de ineptitud, sino con uno más grave de indiferencia: está desentendido absolutamente de la sociedad para la que gobierna.


El presidente Iván Duque, ya en un tono mucho más vehemente, salió furioso a decir al día siguiente que “bajo ninguna circunstancia podemos aceptar como país que se estigmatice, que se llame ‘asesinos’” a los policías”. Es al revés, presidente: bajo ninguna circunstancia podemos aceptar como país que ellos lo sean. Ni uno solo.
 
* Periodista colombiano. Servicio The Washington Post 


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