Bukele se adueña de El Salvador y desmantela sus instituciones

En su primer día de labores, la aplastantemente mayoritaria bancada de diputados afines al presidente Nayib Bukele violó la Constitución de El Salvador. Tal cual. Sin matices. El sábado 1 de mayo de 2021, la primera vez desde el fin de la guerra civil en que la Asamblea Legislativa de El Salvador no estaba bajo el control del derechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) o del izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), 64 de los 84 diputados entrantes decidieron limpiarse sus traseros con la carta magna, en una plenaria -tan sorpresiva como extensa-que fue vitoreada en Twitter por Bukele.


Los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional y el fiscal general de la República fueron separados de sus cargos. Son dos instituciones clave para la sanidad democrática que el presidente Bukele señaló en varias ocasiones que obstaculizaban su labor al frente del Ejecutivo.


Acto seguido, los diputados afines al bukelismo nombraron -también de forma inconstitucional- a los sustitutos, todos ellos achichincles de probada docilidad al proyecto político del presidente Bukele. Marionetas.


Salvo por el oficialismo, lo ocurrido el 1 de mayo en El Salvador ha sido catalogado por distintos sectores sociales salvadoreños y extranjeros como un golpe de Estado, un golpe a la institucionalidad democrática, un rompimiento o alteración del orden constitucional. Kamala Harris, la vicepresidenta de Estados Unidos, tuiteó que tenía “profundas preocupaciones sobre la democracia en El Salvador”.


Para Bukele, el puñetazo sobre el tablero significa despejar su gestión de dos de los actores jurídicos que más sinsabores le han generado desde que asumió la presidencia el 1 de junio de 2019. En su discurso, ambas instituciones seguían en manos de “los mismos de siempre”, frase con la que se refiere despectivamente al sistema político-partidario en torno al binomio ARENA-FMLN, que controló el país durante tres décadas.

Raúl Melara, el fiscal general inconstitucionalmente destituido, finalizaba su trienio en enero de 2022, pero el presidente Bukele no quiso esperar y sus diputados-marioneta le dieron el gusto.
Todo indica que correrán similar suerte los titulares de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, la Procuraduría General de la República, el Tribunal Supremo Electoral y la Corte de Cuentas.


Si algo hay que reconocer al presidente Bukele es que no está disimulando su estrategia por tener un Estado obediente. “En El Salvador nos costó 30 años liberarnos del régimen. No vamos a retroceder ahora”, tuiteó sin pudor alguno al día siguiente del primer golpe en la Asamblea. En febrero de 2020 había ingresado a esa misma Asamblea -en ese entonces con mayoría opositora- escoltado por decenas de militares y policías, después de que esta decidiera no aprobar un préstamo que el presidente quería solicitar al Banco Centroamericano de Integración Económica.
La democracia salvadoreña surgida de los acuerdos que pusieron fin a la guerra civil (1992) siempre ha sido enclenque. Las instituciones de control y fiscalización, como norma, se han repartido entre funcionarios afines -cuando no militantes confesos- a los partidos políticos que protagonizaban la repartición de cargos. ¿El resultado? Clientelismo, despilfarro, corrupción…


Primero como miembro díscolo del FLMN, después como candidato presidencial y presidente de la República, Bukele fue exitoso en presentarse ante los salvadoreños como el antagonista a ese modelo corrupto de “los mismos de siempre”.
Los salvadoreños le dieron en las urnas el poder Ejecutivo el 3 de febrero de 2019, el poder Legislativo el 28 de febrero de 2021, y el presidente Bukele inició este 1 de mayo el desmantelamiento de cualquier institución que pueda oponerse a su gestión.


La presión internacional es, tras la rotunda victoria electoral del bukelismo, lo único que podría contener la indisimulada deriva autoritaria del presidente Bukele.



En realidad, lo que está haciendo es replicar a su favor aquello que señaló y que dijo que terminaría cuando él fuera presidente: tener un aparato estatal copado por un ejército de marionetas sumisas que no lo contradigan si un día le da por decir que dos más dos suman cinco. Bukele replica el modelo de sumisión de “los mismos de siempre”, solo que la fidelidad es a su figura y no a un sistema político-partidario.
No creo que quienes están ocupando las instituciones que deberían ejercer de contrapeso vayan a denunciar la corrupción, el nepotismo o el amiguismo de la nueva casta que se está adueñando del Estado, con la venia de la amplia mayoría de la gente en El Salvador.


La presión internacional es, tras la rotunda victoria electoral que el bukelismo cosechó hace un par de meses, lo único que podría contener la indisimulada deriva autoritaria del presidente Bukele. En lo personal, y ojalá esté equivocado, no creo que haya hoy mucho margen para el optimismo: ni en el plano internacional, ni mucho menos en el local.
El presidente Bukele sigue siendo uno de los líderes del mundo más respaldados por sus gobernados, y la inmensa mayoría de los salvadoreños parece dispuesta a perdonarle -incluso a aplaudirle, y hasta a exigirle- que esté desmontando a marchas forzadas el ya de por sí raquítico Estado de derecho salvadoreño.

* Periodista y escritor en El Salvador. Su libro más reciente es ‘Carta desde Zacatraz’. The Washington Post


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