Caminos divergentes

Por James Neilson

En las oficinas relucientes de grandes empresas en Nueva York, Londres y el distrito financiero porteño, para no hablar de los edificios igualmente lujosos ocupados por instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, todos concuerdan en que el «megacanje» conseguido por Domingo Cavallo  ha brindado a la Argentina su «última oportunidad» para poner sus asuntos en orden. Si resulta insuficiente -y muchos dan por descontado que compartirá el triste destino del «blindaje» del año pasado-, el país caerá en bancarrota. ¿Y entonces?  Entonces, tendrá que intentar lo que suelen hacer los quebrados: vivir de lo suyo, o sea, de lo que le quede luego de que los acreedores se hayan apropiado de cuanto puedan, se hayan agotado las corridas bancarias, los empresarios que estén en condiciones de hacerlo hayan cerrado sus fábricas o negocios y trasladado sus activos a lugares más promisorios y la «clase política» se haya hecho cargo del desbarajuste miserable que a través de los años se las hubiera ingeniado para crear. Dicho de otro modo, la Argentina seguiría a Ecuador por la pendiente hasta que finalmente tocara fondo. En tal caso, muchos recordarían la gestión de Fernando de la Rúa con nostalgia como un período signado por paz y prosperidad.

Por fortuna, el derrumbe que tantos prevén aún no es inevitable.  El país podría aprovechar «la última oportunidad». Sin embargo, para hacerlo sus gobernantes tendrían que concretar una cantidad impresionante de cambios muy antipáticos.  Si no fuera así, si sólo se tratara de tomar algunas medidas consensuadas en un clima empalagoso de unidad nacional, no habría ninguna «crisis». La razón por la que la Argentina está entre la espada y la pared consiste precisamente en que los representantes formales de la mayoría se resisten implacablemente a permitir el desmantelamiento del viejo orden que obstruye el camino hacia un esquema que por lo menos sea viable. Por lo tanto, lo que el país precisa más en su trance actual es un gobierno fuerte que entienda muy bien lo que tendrá que hacer y que esté en condiciones de convencer a la ciudadanía de la necesidad de emprender muy pronto un programa reformista sumamente vigoroso. Pero, claro está, un país que fuera capaz de dotarse de un gobierno de aquel tipo nunca se hubiera hundido hasta tal punto que el resto del mundo ya se ha acostumbrado a la idea de que en cualquier momento la Argentina podría intentar suicidarse.

Los máximos responsables de este lamentable estado de cosas son los «dirigentes» políticos. La Argentina es una democracia y por eso no hay ninguna autoridad concreta superior a la elegida, sólo abstracciones como «el imperialismo» y «los mercados». No es que los políticos se han concentrado tanto en robar que no les ha quedado tiempo en que hacer. El «gasto político», la corrupción y todo lo demás son importantes, qué duda cabe, pero no son fundamentales. El problema básico es que, como a menudo ocurre, los «dirigentes» se han negado a darse por enterados de que ya ha terminado la guerra en la cual aprendieron su oficio. Siguen tomándose por «civiles» cuyo deber sagrado es pelear denodadamente contra «los militares» y contra los presuntos aliados de éstos, los «liberales» y «los mercados». Por supuesto, antes de terminar el Proceso se trataba de una guerra poco seria, de lo que los franceses llamarían un «drôle de guerre» pero, dicho detalle no obstante, con miras a impedir que surjan malentendidos se sienten obligados a librarla una y otra vez, aunque el enemigo se fue hace mucho y hoy en día los desafíos son totalmente distintos. Podría argüirse, pues, que los culpables fueron los uniformados, pero sería más justo atribuir la enajenación colectiva de la clase política nacional a casi un siglo de fascinación por las «soluciones» autoritarias, a la convicción muy difundida de que no se puede conseguir nada sin violencia.

De todos modos, el fracaso objetivo del orden tradicional -si no hubiera fracasado de manera tan espectacular nadie estaría hablando de últimas oportunidades o de crisis políticas terminales- pone a los políticos y, detrás de ellos, a la ciudadanía en su conjunto, frente a ciertos dilemas. Los políticos se han visto constreñidos a elegir entre reconocer que dadas las circunstancias convendría dejar obrar a Domingo Cavallo y persistir en su campaña contra el «capitalismo», el «neoliberalismo», el «conservadurismo» y -¿por qué no?- la «globalización», aunque a esta altura entenderán que su posibilidad de triunfar es nula. Es tan nula que ninguno se ha tomado el trabajo de decirnos una sola palabra sobre lo que haría cuando todos los «neoliberales» y «fundamentalistas del mercado» hayan aceptado su derrota para replegarse, lamiéndose las heridas, hacia sus cuevas en el norte.

Pues bien: aunque «los políticos» han dado a Cavallo los superpoderes que necesitaría pero que no ha aprovechado todavía, esto no quiere decir que están dispuestos a colaborar con el gobierno. Por el contrario, al ingresar en pleno el país en el período preelectoral, lapso que en la Argentina suele comenzar cuatro meses o más antes de los comicios mismos, adalides de la resistencia como Raúl Alfonsín, Eduardo Duhalde y sus émulos ya están ordenando a sus seguidores legislativos a trabar todos los esfuerzos del gobierno por sacar algún provecho de su «la última oportunidad». Si estos luchadores heroicos se salen con la suya, el «modelo» se desplomará, vicisitud que es de suponer festejarían con júbilo a pesar de que casi todos los muertos por sus cañonazos sean sus propios soldados que, a diferencia de los «neoliberales», no podrían alejarse a tiempo del campo de batalla.

Si «los políticos» sencillamente rehúsan cooperar con el intento de Cavallo o de cualquier otro de hacer funcionar mejor la economía nacional conforme a las exigencias actuales porque, reacios a modificar su forma de pensar, prefieran continuar estorbándolo, la ciudadanía habrá de optar entre acompañarlos, consolándose con el pensamiento de que la ruina del país ha servido para reivindicar las teorías populistas tradicionales y que, de todas maneras, todo es culpa del «modelo neoliberal» por un lado y, por el otro, aprovechar la oportunidad -¿la última?- brindada por las elecciones para sustituir a sus representantes actuales por hombres y mujeres que estén más dispuestos a hacer frente al embrollo socioeconómico que se ha producido. Según parece, la mayoría se inclina por la primera alternativa.

Aunque la inoperancia de buena parte de la «clase política» difícilmente podría ser más patente, todo hace prever que «la gente» desistirá de reemplazarla. En buena lógica, el cavallismo que, con el aval de radicales, peronistas y frepasistas, ya está manejando la economía nacional, debería de estar por erigirse en el movimiento más votado del país, pero no hay ningún indicio todavía de que estemos en vísperas de un terremoto electoral.

Parecería, pues, que los pesimistas que dicen que la Argentina no podrá recuperarse sin experimentar una catástrofe de proporciones bíblicas son bastante más realistas que los optimistas que suponen que poco a poco el país logrará adaptarse a las circunstancias. Sin embargo, no se da ninguna garantía de que un desastre tendría las consecuencias edificantes que imaginan los economistas. Por desagradable que resulte la hipótesis, es al menos concebible que ni la Argentina ni ningún otro país latinoamericano, con la eventual excepción de Chile, esté en condiciones de convertirse en una sociedad «moderna» capaz de prosperar en el mundo que está configurándose, que por motivos políticos y culturales no le sea dado avanzar con la velocidad exigida por el único «rumbo» visible. De ser así, el porvenir que le espera será triste porque, las cuestiones ideológicas que agitan a los políticos tradicionales aparte, la vocación primermundista de la mayoría abrumadora de los argentinos es patente. Puesto que si se trasladaran a Europa, América del Norte u Oceanía millones se integrarían sin problema alguno a los infiernos neoliberales que se han formado, muchos tratarían de emigrar cuanto antes, abandonando a su suerte a aquellos que, por las razones que fueran, no puedan seguirlos.


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