Cargados de huellas
Columna semanal
La peña
El trabajo sin dudas deja huellas, sobre todo en aquellos que se pasaron la vida intentando sobrevivir. Historias similares se multiplican en seres anónimos que dejaron sus años de juventud y buena parte de su vida tratando de subsistir porque las oportunidades siempre pasaron lejos.
Mi padre siempre me decía que le hubiera gustado estudiar. Pero las obligaciones de su casa lo llevaron a abandonar apenas terminó el séptimo grado y dedicarse a trabajar. Había que ponerle el hombro a la familia y esa era una razón más que suficiente para que la prioridad sea justamente llevar dinero a casa.
Su paso por la vida, que duró poco más de 70 años, de los cuales al menos 60 dedicó al trabajo, dejó muchas marcas en su cuerpo que las empezamos a descubrir de grande, cuando las flaquezas empiezan a ganarle a las fortalezas.
La más visible era un diente partido casi en la mitad, producto de un trozo de leña que se desprendió de un tronco que mi padre indefectiblemente hachaba, porque en casa la garrafa se usaba sólo para cocinar. Claro, el agua caliente era tan necesaria como ahora y la única alternativa era buscar leña, no comprarla, sino ir al campo a recogerla, y en casa hachar cada vez que fuera necesario.
Otra huella muy visible estaba en sus manos. Duras como una piedra, habían pasado por tanto rigor que no le quedaba lugar para las cicatrices. Un día, cortando una chapa de lastimó feo, tan feo que todo se veía muy profundo. No quiso ir al médico y lo resolvió como sabía resolver las cosas desde siempre. Un chorro de thiner fue suficiente. Claro, el ardor fue terrible y se le notó en la cara. Pero la vida para él funcionaba así, resolviendo cosas, aunque no siempre fuera lo correcto.
Ya de grande, cerca de los setenta, empezó a tener síntomas en sus piernas. No sólo estaba cansado de trabajar, sino que aquellas cosas que le pasaron de joven empezaban a pasarle factura. Pero siguió, tanto que nunca pudo dejar de lado su espíritu de luchador, porque aunque se le había ido la vida, soñaba con tener una casilla rodante, y para conseguir los sueños había que trabajar.
Fue de los que asumió el trabajo con tanto empeño que ni siquiera el día de descanso, el domingo, valía levantarse un poco más tarde. Es que para él dormir era un poco perder el tiempo, una o dos horas de trabajo significaban para él tal vez perder lo que valía la comida del día, o parte del alquiler de su casa.
Tenía aires de artesano, porque el poco tiempo libre que tenía lo dedicaba a crear cosas útiles para la casa. Y de pronto le llegó la noche, tan de noche que se preguntaba cuándo se le pasaría el dolor en las piernas para volver a hacer algo. Y nunca volvió, porque tanto ajetreo se lo llevó por delante y la vida le pasó factura a tanto tiempo dedicado a tareas tan diversas como ser gomero, mercachifle, agricultor, comerciante, chapista, carpintero de corazón.
Ejemplos sobran de tanto sacrificio sin resultados a la vista, como también sobran los de sacrificios con resultados más visibles. Pero todos con la misma matriz, la del trabajo, la del sacrificio, la del no quejarse cuando no es verdaderamente necesario y la de seguir adelante aún cuando los obstáculos son grandes.
Llegar fue la meta de todos, lograr, progresar, crecer, dar oportunidades a los hijos fueron algunos de los objetivos, unos alcanzados a medias, otros que quedaron en el intento.
Simplemente elegí uno de los cientos, miles, millones de casos similares como un modo de reconocer méritos de generaciones que perdieron la batalla contra el tiempo, contra los años que se les vinieron encima, pero que se ganaron la vida a base de trabajo y que con suerte paraban para comer algo distinto en un día como hoy. Salud por ellos, por los millones que fueron y son así.
jorge vergara
jvergara@rionegro.com.ar
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