Castro no es Cuba

Aunque fuera sólo por motivos de estilo, tanto aquí como en el resto del mundo es habitual usar el nombre de un país cuando se alude a su gobierno. Por ejemplo, se habla de “la relación de la Argentina con Cuba” para referirse a la actitud del presidente Néstor Kirchner para con el dictador vitalicio Fidel Castro. Cuando es cuestión del mandatario de un país democrático, dicha costumbre no suele ocasionar demasiados malentendidos, porque ni siquiera los adversarios más severos del presidente pensarían en negarle su representatividad y, de todos modos, de quererlo la oposición puede relacionarse con entidades extranjeras sin experimentar dificultades, pero si se trata de una dictadura en la que el gobierno se atribuye la suma del poder la situación es muy diferente. Puede que Castro sea tan representativo como dicen sus propagandistas, pero puesto que no existe forma de averiguarlo hay que presumir que sus pretensiones desmedidas no obstante no lo es en absoluto: de lo contrario, no vacilaría un momento en celebrar elecciones libres. Por lo tanto, el secretario de Asuntos Latinoamericanos estadounidense, Roger Noriega, no debería ser el único que se ha sentido decepcionado por el escaso interés del canciller Rafael Bielsa por recibir a los líderes de la oposición a Castro durante su visita a la isla.

En cierto modo, es una lástima que el gobierno norteamericano haya sido el enemigo más vehemente de la dictadura cubana. Al transformar la lucha por la libertad y el respeto por los derechos humanos de los cubanos en un capítulo más de la relación siempre problemática de los líderes de la superpotencia con sus homólogos de los países latinoamericanos, el protagonismo de Estados Unidos ha significado que muchas personas presuntamente comprometidas con los valores democráticos hayan terminado reivindicando o, por lo menos, minimizando la encarcelación de disidentes, la ejecución de opositores luego de juicios sumarios, la virtual expulsión de una proporción importante de la población y muchos atropellos más que de producirse en su propio país los escandalizarían. Así, pues, los voceros del gobierno de Kirchner, que se ha propuesto hacer de los derechos humanos una bandera de lucha, pudieron reaccionar con cierta indignación frente a los comentarios de Noriega en los que habló de su “decepción” insistiendo en que sólo quería “construir una relación madura” con Cuba. Según parece, en opinión de los funcionarios de nuestro gobierno “la madurez” acarrea la voluntad de pasar por alto, subordinándolos a temas económicos, los crímenes de lesa humanidad perpetrados a diario por regímenes como el castrista o, es de suponer, como la dictadura militar que encabezó el general Jorge Rafael Videla.

La resistencia de Kirchner y del presidente brasileño Luiz Inácio “Lula” da Silva a condenar sin ambages a la dictadura castrista se debe no tanto a su voluntad de diferenciarse del gobierno norteamericano, cuanto a su temor a irritar a aquellos sectores que a pesar de todo lo que ha ocurrido en las décadas últimas sienten nostalgia por las tiranías a su manera nacionalistas “de izquierda” y que en consecuencia no ven ninguna contradicción entre su entusiasmo por “la solidaridad latinoamericana” y su indiferencia frente al destino de millones de latinoamericanos de carne y hueso. Tal actitud plantea dudas en cuanto a la firmeza del compromiso de ambos mandatarios con los valores democráticos al hacer sospechar que, como tantos otros, son conversos que en circunstancias determinadas podrían recaer en la tentación autoritaria que en diversas épocas ha resultado ser irresistible a generaciones enteras de dirigentes políticos e intelectuales. Después de todo, si creyeran con pasión en la importancia de la libertad y de los derechos humanos, no permitirían que el miedo a ser acusados de querer contar con la aprobación de Washington les hiciera abandonar a su suerte a aquellos cubanos que rehúsan dejarse intimidar por Castro y sus esbirros a sabiendas de que su “solidaridad” con el dictador ayudaría a hacer aún más brutal la represión, convirtiendo así a mandatarios democráticos en cómplices, si bien muy indirectos, de personajes siniestros que conforme a las pautas que el propio Kirchner reivindica en sus discursos públicos deberían estar entre rejas.


Aunque fuera sólo por motivos de estilo, tanto aquí como en el resto del mundo es habitual usar el nombre de un país cuando se alude a su gobierno. Por ejemplo, se habla de “la relación de la Argentina con Cuba” para referirse a la actitud del presidente Néstor Kirchner para con el dictador vitalicio Fidel Castro. Cuando es cuestión del mandatario de un país democrático, dicha costumbre no suele ocasionar demasiados malentendidos, porque ni siquiera los adversarios más severos del presidente pensarían en negarle su representatividad y, de todos modos, de quererlo la oposición puede relacionarse con entidades extranjeras sin experimentar dificultades, pero si se trata de una dictadura en la que el gobierno se atribuye la suma del poder la situación es muy diferente. Puede que Castro sea tan representativo como dicen sus propagandistas, pero puesto que no existe forma de averiguarlo hay que presumir que sus pretensiones desmedidas no obstante no lo es en absoluto: de lo contrario, no vacilaría un momento en celebrar elecciones libres. Por lo tanto, el secretario de Asuntos Latinoamericanos estadounidense, Roger Noriega, no debería ser el único que se ha sentido decepcionado por el escaso interés del canciller Rafael Bielsa por recibir a los líderes de la oposición a Castro durante su visita a la isla.

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