Chile y la revolución de las milanesas

Tiempo después de su derrocamiento y después de su inicial permanencia en Martín García, Arturo Frondizi siguió confinado en el hotel Tunquelén en Bariloche. En sus recuerdos de aquellos días, solía mencionar un episodio al que le atribuía un significado especial. Debido al aprovisionamiento generoso de su menú que incluía cantidades habituales de milanesas, el ex presidente destinaba la mayor parte de ellas a algunos chicos pobres que vivían en las inmediaciones del hotel. Inicialmente lo celebraron como un festín. Pero al tiempo decreció el entusiasmo y por último le hicieron saber que querían un menú más variado. Estaban hartos de las milanesas.

Mi primer viaje a Chile fue en julio de 1952. Tal vez sea una exageración considerar que las diferencias entre Argentina y Chile eran comparables en aquel tiempo a las de Estados Unidos con México, pero sin duda eran impactantes. La pobreza, como diría Pablo Neruda sobre España, eran “como caballos llenos de humo”. Aun en pleno invierno y con lluvia, era imposible transitar por una calle céntrica de Santiago sin verse rodeado de una nube de mujeres y niños descalzos pidiendo limosna. La mayoría de los artefactos de uso común en Argentina como las heladeras eran prácticamente desconocidos, así como el papel higiénico. Los teléfonos eran patrimonio de una minoría y el alcoholismo, moneda corriente en la vida cotidiana. Era muy poco probable utilizar un servicio público de transporte sin compartir el vehículo con uno o varios “curados” que, por otra parte, eran tratados en forma amable y condescendiente por el resto de los pasajeros. Recuerdo una larga cola de empleados esperando cobrar en el municipio de Santiago. La mayoría eran mujeres, que acompañaban a sus maridos para evitar que el dinero desapareciera en una noche de borrachera.

A pesar de esas condiciones de extrema pobreza, a diferencia de la Argentina, Chile tenía un sistema político estable y llamativamente tolerante. El entonces presidente Gabriel González Videla, representó la etapa final de una especie de Frente Popular, coalición de radicales, comunistas y socialistas que gobernaba desde 1939 a partir del triunfo de Pedro Aguirre Cerda y se prolongó con Juan Antonio Ríos, quien murió de tuberculosis en la etapa final de su mandato.

La evolución experimentada por Chile desde entonces hasta la actualidad es tan impresionante como la simétrica decadencia de Argentina. Hoy Chile tiene el mayor ingreso per cápita de América Latina, un 30% más alto que el de la Argentina, y niveles de inflación comparables a cualquier país europeo. Su desempleo es de un solo dígito. Su bolsa de valores es varias veces más grande que la Argentina, tiene más empresas con capital superior a los 1.000 millones de dólares y su exportación frutícola, que en aquel entonces era insignificante, hoy solamente con un producto -las cerezas- triplica el conjunto de las exportaciones argentinas.

Conservadores y socialistas que se han sucedido desde la restauración de la democracia pueden atribuirse legítimamente este desempeño envidiable y, por ende, también las carencias subsistentes. Aunque sea materia de una polémica interminable, los defensores de la democracia rehúsan admitir que un gobierno dictatorial tenga facetas rescatables, también cuenta el gobierno militar que los precedió. Los militares chilenos combatieron los movimientos armados de izquierda con métodos tan brutales como sus homólogos argentinos, pero a diferencia de Videla, Pinochet fue exitoso en el manejo de la economía. Gran parte de los obstáculos que impedían el crecimiento de Chile, entre ellos la inflación, el sistema de pensiones, la magnitud del Estado, la liberalización del comercio exterior, fueron resueltos o encaminados en ese período y facilitaron en gran medida la gestión de los gobiernos democráticos que le sucedieron.

En ese escenario se está produciendo uno de los movimientos de protesta de mayor magnitud que se recuerde en la historia, no solamente de Chile sino de la región. No está exento de violencia, pero no parece responder a los movimientos tradicionales de extrema izquierda. No supone un pronunciamiento definitivo sobre el tipo de sociedad a la que aspiran, sino más bien un reclamo respecto de las diferencias que todavía subsisten en relación con los países más desarrollados.

Los dos factores que parecen predominar en su génesis, son insuficientes para explicar una explosión social de tamaña magnitud. El aumento de la tarifa del metro es una cuestión menor que, en todo caso, tiene repercusión en el área metropolitana de Santiago y la protesta es claramente nacional. El arancel de la enseñanza universitaria, precedente determinante de las movilizaciones anteriores, a pesar de su matiz ideológicamente vinculado a los grupos de izquierda, encierra una paradoja. Mientras que en la escuela primaria la gratuidad beneficia a todas las clases sociales y en la enseñanza media solamente excluye a una parte de la clase obrera, en la universidad pública supone claramente un subsidio a las clases media alta y alta, que corresponde a la procedencia de la mayoría de los estudiantes que tienen posibilidad de acceder a ese nivel superior.

La explicación de este fenómeno, todavía no terminado, escapa a la consideración exclusivamente política y requiere internarse en otras áreas del conocimiento de la conducta humana. Es evidente que no hay sociedades con un desarrollo económico comparativamente exitoso que estén exentas de que parte de ella se considere excluida de los beneficios de la prosperidad o que sienta que sus urgencias no tienen por qué seguir el ritmo, por lo general lento, del crecimiento general. En ese sentido, las manifestaciones en Chile no tienen relación con el entorno latinoamericano, sino más bien con protestas como la de los chalecos amarillos en Francia. Aunque resulte contradictorio, solamente en una sociedad con ciertos niveles de desarrollo es posible congregar a millones de personas de clase media para protestar, en tanto que sociedades como la venezolana en su parábola descendente ha llevado a millones de sus habitantes desesperanzados a buscar refugio en otros países. Aunque por razones de vecindad Colombia alberga la mayor cantidad de refugiados de ese origen, las preferencias del destino final elegido ha sido Chile. El mismo país que es hoy escenario de multitudinarias protestas.


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