Cuando el malo es el “bueno” de la historia

“Walking Dead”, “Game of Thrones”, “Homeland” y “Breaking Bad, entre otras series, tienen como protagonistas a seres de dudosa moral que deben apelar a los más diversos recursos para mantenerse con vida y cerca de sus sueños. Cuando el mal se roba la pantalla.

¿Son las series de televisión las más modernas y contemporáneas drogas del aun más moderno y contemporáneo milenio? Estamos a punto de saberlo. Algunos estudios científicos sobre la materia comienzan a indicar hechos coincidentes entre los adictos a las drogas y los fanáticos a ciertas –“ciertas”– series de televisión. Producciones como “Walking Dead”, “Game of Thrones”, “Homeland”, “Big Bang Theory” y “Breaking Bad” están obrando sobre sus seguidores de manera misteriosa. Pero los expertos en psicología y neurología han visto todo esto antes. Sudoraciones, nerviosismo e incomodidad ya no son estados exclusivos de quienes dejan de fumar, beber o consumir cocaína y calmantes. Recientes investigaciones indican que también son habituales entre los seguidores de las series mencionadas. Los investigadores de Neuromarketing Labs, por ejemplo, concluyeron en un estudio que al separar a un grupo de personas de sus programas favoritos experimentaban síntomas como sudoración y disminución de la temperatura corporal. ¿Pero qué ha cambiado en los últimos años en la estructura genética de la series para provocar semejantes comportamientos? Los guionistas de Los Ángeles parecen haber encontrado una respuesta cabal a esta pregunta. Paradójicamente la ecuación que hoy es una fórmula empezó a tomar sus medidas justas hace una década con una serie llamada “Lost”. En 2004 la obra mayor de J.J. Abrams llegó a la televisión americana con un capítulo descollante en el que no faltaba nada. Pudimos ver en los minutos iniciales cómo la auténtica turbina de un auténtico avión estrellado en una playa se morfaba a un auténtico ser humano. O eso nos hicieron creer. Una las cuestiones subyacentes en la trama de “Lost” es la permeabilidad de sus protagonistas al crimen. Al principio nos vimos un poco sorprendidos por la facilidad con que las figuras de la serie impregnadas del “bien” optaban por el lado oscuro de la fuerza para encontrar una salida rápida de esa isla llena de fantasmas y máquinas infernales. Al final, debimos aceptar que por uno u otro motivo todos los protagonistas eran más o menos perversos. Este cambio de paradigma, gracias al cual el malo tuerce su mueca cruel hasta convertirla en una máscara atractiva, es uno de los más complejos avances en la historia de las historias de las series televisivas. Si entre los 60 y fines de los 70, “los buenos” estuvieron justificados en sus actitudes violentas por la pegajosa falta de respeto a las costumbres de los otros, entrados los 80, la década cinematográfica de Gordon Gekko y John Rambo, las cosas tomaron un giro controversial. En “Wall Street”, de Oliver Stone, Gekko anticipaba una avalancha de producciones donde la cimientos de la ética occidental serían revisados sin anestesia. “La codicia, a falta de una palabra mejor, es buena; es necesaria y funciona. La codicia clarifica y capta la esencia del espíritu de la evolución. La codicia en todas sus formas: la codicia de vivir, de saber, de amar, del dinero; es lo que ha marcado la vida de la humanidad”, decía el especulador a una audiencia que no podía si no darle toda la maldita razón. Casi en la misma fecha el detective televisivo Sonny Crockett se sumergió en las aguas profundas de su álter ego, Sonny Burnett, un traficante de drogas afincado en Miami. Cuando emergió ya era el otro. El Sonny incorrecto de “División Miami”. Desde entonces, la transformación ha sido permanente. Los personajes retorcidos no dejaron de aflorar como luces negras que iluminaban al revés el camino de regreso a casa (o al dormitorio) de las audiencias. “Desperate Housewives”, “Los Sopranos” y “Los Archivos X”, entre tantos otros. En los patios traseros de la mente humana siempre hay un cuarto de invitados para la intriga, el dolor y la muerte. En los 70 Kwai Chang Caine se había visto obligado a matar a un aristócrata chino porque éste a su vez había asesinado a su maestro guiado por un capricho. Superado el lapsus el monje shaolín se acopló al estricto rigor budista en cada una de sus aventuras. Los malos estaban en la vereda de enfrente. Miles de años luz después Jet Li salió directo de Hong Kong a la pantalla de Hollywood. Seductor pero malvado, Lit hizo aquello muchos esperábamos de parte de Kwai Chang. Antes del crack up, Mork era bueno. Y Mindy. Y Alf. Y Arnold. Y Willis (aunque el Willis de la vida real cayó preso por robo). Incluso lo era a su modo David Addison Jr. (personificado por Bruce Willis), el simpático ladrón que acompañaba a Cybill “Maddie” Shepherd en “Luz de luna”, una serie que duró hasta 1989. También fueron buenos los chicos de “Friends” y el imperfecto de Jerry Seinfeld, cuya serie dio inicio en 1989 y terminó en 1998. Un año después estrenaban “Los Sopranos”, sobre una familia mafiosa de Nueva York que se volvió la obsesión de millones de personas. En 2001 llegó al mundo, desnudo e irónico, Charlie Harper. Harper aquel bebedor sospechoso, mujeriego impenitente y mentiroso sin par. En otra vida, en otra dimensión, en otra época, su hermano Alan tal vez podría haber sido el protagonista de “Two and a Half Men” pero no aquí, no ahora. Charlie Sheen desarrolló una simbiosis tal con su personaje que pronto terminó siendo incapaz de diferenciar cuál era su vida y cuál su rutina televisiva. Durante una década Charlie dio paso a Charlie en el set y en los bares de Hollywood. La conducta reprochable de ambos “Charlie” provocó un final anunciado. Cuando Ashton Kutcher llegó para reemplazar a Sheen fue como si la vieja moralina norteamericana de los 50 volviera a pasarnos una factura que nadie quería pagar. El mensaje que recorre de una punta a la otra toda la cultura occidental es que los heridos, los desesperados, los manipuladores, los detractores de lo establecido por la ley, no desconocen los efectos hormonales de la felicidad. Dejó de ser necesario salvar al mundo como pretexto para ejecutar todo tipo de barbaridades. La fibra sentimental es posible también en el corazón de Mefisto. Incluso en el de un psicópata egoísta que por amor a su familia se convierte en un capo mafia de las drogas. En el de un doble agente infiltrado en Medio Oriente que una y otra vez cambia de bando. “Los malos”, como idea del hombre, como manufactura de Dios, siempre han seducido a las audiencias. El efecto “Jekyll y mister Hyde” nunca deja de alzar la copa de la victoria. Pero su existencia, su plenitud, no resignifica el pasado. Las pasiones no cambian, en verdad, apenas se ponen en discusión las perspectivas que poseemos de ellas. Mr. White, el hombre más que el químico-empresario-mafioso de “Breaking Bad”, es una versión despojada de maquillaje del sueño americano. O, mejor aun, la revelación de lo que siempre quisimos presenciar: la caída de los ídolos. El eterno desinflar de los castillos de plástico. “Breaking Bad” o la inteligencia en llamas y patas para arriba. A Mr. White no le roba la cordura el cáncer sino la hipocresía de sus socios que le birlaron una idea millonaria. Del mismo modo en que al sheriff Rick Grimes de “The Walking Dead”, no lo enloquece el Apocalipsis zombie sino la comprobación de que la única forma de sobrevivir es ir dejando un reguero de sangre detrás de sus espaldas. Si los dioses han caído de su Olimpo, en la tierra sólo queda gente como Mr. White, un impredecible agente de la CIA llamado Nicholas Brody, el zombie que acaba de comerse a tu perro y vos y yo aferrados a imágenes paganas.

Brody, a punto de hacer volar al vicepresidente de los Estados Unidos. Un personaje que atrapó a la audiencia.

Claudio Andrade candrade@rionegro.com.ar


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