Cuidando la casa común

Fernando M. Croxatto*

El 24 de mayo celebramos los cinco años de la publicación de la Carta Encíclica Laudato Si´ del Papa Francisco, en la que pone de manifiesto una espiritualidad cristiana que propone un modo alternativo de entender la calidad de vida y el cuidado de nuestra Casa Común y hace eje en una conversión ecológica que tenga por centro la dignidad de la persona.


Creo oportuno recordar algunos principios y criterios que propone este manifiesto planetario del Papa a la sociedad y a todos los hombres y las mujeres de buena voluntad.


El Papa Francisco hizo en ese momento una “invitación urgente a un nuevo diálogo sobre el modo como estamos construyendo el futuro del planeta”, porque “no podemos ser testigos mudos de gravísimas inequidades cuando se pretende obtener importantes beneficios haciendo pagar al resto de la humanidad, presente y futura, los altísimos costos de la degradación ambiental”. Y recordó que “el ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social”.


También nos exhortó a “reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres”.


Francisco repite muchas veces ‘todo está conectado’, por eso, “cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad –por poner sólo algunos ejemplos–, difícilmente se escucharán los gritos de la misma naturaleza”.
Considerando las realidades propias de cada región, propone “espacios de discusión donde todos aquellos que de algún modo se pudieran ver directa o indirectamente afectados (agricultores, consumidores, autoridades, científicos, semilleras, vecinos a los campos fumigados, comunidades aborígenes y otros) puedan exponer sus problemáticas” para  tomar decisiones tendientes al bien común presente y futuro.


Y supo interpelarnos preguntando “¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?” Pregunta que no puede quedar reducida en una aislada cuestión ambiental, y por lo tanto, la abre a otras sobre el sentido de la existencia y el valor de la vida social: “¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra? Si no nos planteamos estas preguntas de fondo no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan obtener resultados importantes”.


Hablando de las responsabilidades y los Estados, Francisco dijo que “los límites que debe imponer una sociedad sana, madura y soberana se asocian con: previsión y precaución, regulaciones adecuadas, vigilancia de la aplicación de las normas, control de la corrupción, acciones de control operativo sobre los efectos emergentes no deseados de los procesos productivos”. Y afirmó que “la grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo”.


En el sexto capítulo de esta Carta, sobre Educación y Espiritualidad Ecológica −y haciéndose eco de voces que lo precedieron, como Pablo VI y Benedicto XVI− Francisco nos habla de amor civil y político y dice: “El amor social es la clave de un auténtico desarrollo: para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la vida social –a nivel político, económico, cultural–, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción”.


Respecto de la inequidad planetaria y la deuda ecológica y social que dejan las multinacionales, qué bueno fue descubrir que asumió un aporte nacido en nuestras tierras, citando un párrafo de un mensaje nuestro, de los obispos patagónicos: “Constatamos que con frecuencia las empresas que obran así son multinacionales, que hacen aquí lo que no se les permite en países desarrollados o del llamado primer mundo. Generalmente, al cesar sus actividades y al retirarse, dejan grandes pasivos humanos y ambientales, como la desocupación, pueblos sin vida, agotamiento de algunas reservas naturales, deforestación, empobrecimiento de la agricultura y ganadería local, cráteres, cerros triturados, ríos contaminados y algunas pocas obras sociales que ya no se pueden sostener”. ¡Qué palabras tan actuales!


Como pastor invito a todos los hombres y las mujeres de buena voluntad a que juntos podamos sumarnos a este llamado de ‘conversión personal y social’, que nos permita cuidar y celebrar TODA VIDA. Y “que nuestras luchas y nuestras preocupaciones por este planeta no nos quiten el gozo de la esperanza”. “¡Basta un hombre bueno, para que haya esperanza!”.


 * Obispo de la Diócesis de Neuquén 


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