Dos al frente de una noche de hielo

Cristian y Mari viven en una chacha de Roca hace 30 años, y cada invierno hacen defensas de heladas para defender sus plantas. Vivieron en carne propia la crisis de la fruticultura. Al borde del último cuadro de damascos que les queda, cuentan cómo es la vida en la chacra.

El camino serpentea entre el monte marrón y los álamos desnudos espían desde lo alto. De repente, un cuarto de hectárea blanca, en medio del paisaje rural cercano al río de Roca, engaña la vista. Las plantas llenas de hielo, a las 10 de la mañana, parecen un injerto de cordillera en la chacra.

Frente a la casa, el John Deere verde despintado parece dormido. El galpón está cerrado y los perros negros juegan cerca de un nido de hornero vacío. El único sonido que se escucha es el de la bomba que ruge para alimentar a los aspersores que giran sin parar sobre las plantas. El agua las cubre y las protege de las heladas, mientras el hielo envuelve a las flores.

Hace treinta años que, cada invierno, Cristian Rodríguez, cuida esos damascos del frío. Sale de su casa, con su campera, el barbijo negro bien puesto y se detiene a saludar al lado de una higuera gigante que, según relata, tiene más de cien años. Mari, su compañera, viene a su lado y rumbean hacia el cuadro en el que a esa hora de la mañana las plantas toman su baño de hielo.

La flor congelada, se cubre de belleza. Foto: Juan Thomes.

Comentan que viven solos allí, que su único hijo dejó la chacra para hacer su vida, y ellos ya no se dedican tanto a la fruticultura. Años atrás, la chacra estaba poblada de manzanos y perales, pero este es el último cuadro que les queda, porque el paso del tiempo y el cansancio los llevó de a poco a abandonarlos.

“Estaba viejo, cansado. Tenemos un solo hijo y lo eché de entrada, como quién dice. Quería que se vaya a trabajar a otro lado. Acá hay muchas cosas que son muy ingratas”, dice Cristian y se para frente a las plantas que defendió toda la noche. En ese lugar, da la sensación de estar frente al refrigerador.

Es un cuarto de hectárea, y a ellos le sirve, y no sabe ni hasta dónde, ni hasta cuándo, porque buscó un ayudante para podar, pero no fue nadie. Ya no pasan a preguntar por trabajo como pasaba antes. Escuchó en la radio que un productor perdió limones y naranjas en la Mesopotamia porque no conseguía gente para trabajar. “Y acá también va a estar complicado”, dice.

En un palo el cartel escrito a mano dice “zona de pulverizadoras” y quedó de la época que curaban. Abajo hay dos termómetros que son los protagonistas de esta actividad que comenzó por la noche.

Atento al pronóstico, tarde salió de la casa, desenrolló un cable largo que está conectado a los termómetros y lo llevó al medio del cuadro. Uno es electrónico y el otro de mercurio. Como es técnico mecánico y se la rebusca con todo, Cristian ideó un sistema para no tener que salir a mirar la temperatura a cada rato. Desde el electrónico, conectó una alarma que suena en la cocina.

Foto: Juan Thomes.

“A veces te toca una helada maldita, que te camina de medio grado sobre cero, a medio bajo cero, y estás ‘prendo, no prendo’, no dormís y al otro día tenés que hacer cosas y no podés parar. Le puse una alarma, que suena. Si baja, miro, si se encamina para la helada prendo y no los apago hasta que suba de 0 grados”, explica. Uno es un termómetro húmedo. Señala al que tiene una tela en la punta y dice que marca la temperatura de la planta. Si sube de 0 grados quiere decir que la planta empieza a defender al fruto sola, pero como le da miedo, espera que suba un poco más para garantizarse que todo está bien.

En treinta años pasó por todo tipo de heladas, hubo noches enteras en las que no durmió y hasta varios días. Cristian no nació en la Patagonia, pero hizo cursos en INTA. Recuerda que cuando llegó, en la zona se quemaba petróleo, gomas para las defensas y cada mañana despertaban en la negrura del humo.

La helada más grande que tuvieron que pasar fue de 12 grados bajo cero y la siguiente noche volvió a helar y estuvo casi tres días prendido el riego. “Se salva, pero si no tenés nada, no salvás nada. Perdimos pedazos de plantas, porque por el peso del hielo se quebraron algunos gajos. Esa fue la más grande”, cuenta.

Foto: Juan Thomes.

Para la helada no hay meses fijos. Los vecinos le contaron que un año heló un 9 de noviembre. “No quedó ni el gato”, recuerda. Otro año, de manera muy temprana, un 29 de julio comenzó la floración. Ahí si fue mortal, los costos se iban por las nubes, porque tuvieron que prender 32 noches. Algunas arrancaba a las 4 o 5 de la mañana, pero hubo muchas muy largas.

Vivir en la chacra


“Nos vinimos cuando nuestro hijo tenía un año y medio. Ahora vivir acá se complica por la seguridad, pero estamos bastante tranquilos. Es que en la chacra se vive tranquilo”, dice Mari.

Ella sí, nació en el Alto Valle, pero a los 8 años se fue a vivir a otra ciudad. Allí conoció a Cristian y se lo trajo. Recuerda que hace unos años estaban rodeados de chacras, pero ya quedan muy pocos. Muchos lotearon, ellos mismos decidieron vender una parte para poder vivir.

“Se dolarizaron los remedios, todo, y era una ruina. Vendimos enfrente y ahora es un lugar hermoso. Solo queda atrás una empresa frutícola, pero después hay barrios y tenemos en mente vender alguna parte más”, dice Mari.

Foto: Juan Thomes.

Y aunque las cosas cambien, esperan el tiempo de cosecha de su cuadro de damascos, que sin dudas no los defraudará porque es una variedad es muy buena.
“Impacta verlos, son grandes, dulces, muy jugosos. Una variedad que nadie tiene en la zona. Lo conservo porque siempre me lo sacaron de las manos. Antes me los venían a buscar acá y yo ponía el precio. Después se envejecieron las plantas, yo, y cambiaron las variedades. Salieron otras más tempranas”, cuenta Cristian.

Mari va hasta la casa y trae unas tazas de café caliente para compartir. Luego señala su chata blanca y cuenta que una vez que está la cosecha, es ella la que sale a venderlos.

“Yo prefiero perder unos pesos y dejarla en el mayorista. Se cosecha en noviembre y está hasta diciembre. Pero a ella le gusta hacer eso, tiene sus clientes y sangre turca para salir a comerciar”, bromea Cristian y a su lado ella confiesa que los clientes bautizaron a sus frutos como “damascos Mari”.


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