Letal crisis de confianza
La Argentina vive una profunda crisis de credibilidad y no hay quien pueda pararla por ahora. Como promotor del desbarajuste, inclusive por su heterogénea conformación, todo lo que el gobierno escupe al cielo le vuelve y las encuestas dan fe de ello. Nada se le tolera: las excusas, las mentiras, las exageraciones, las promesas imposibles de alcanzar, las injustificadas pérdidas de tiempo, la improvisación permanente, el relato fácil y contradictorio (no al FMI, sí al ajuste); todos escalones que suman descreimiento y minan la voluntad ciudadana.
La experiencia indica que para moldear el futuro, que es pura incógnita por definición, se hace necesario tener a mano algún elemento que permita despejar la mayor cantidad posible de interrogantes. Para evitar que lo incierto se haga del todo inasible, el valor de la confianza juega un rol fundamental en la generación de contrapesos para que la previsibilidad pase a ser un elemento más que valioso a la hora de planificar el porvenir.
Es lamentable, pero el caso argentino parece ir a contramano de una fórmula para sustentar la intención de salir del pozo de atrasos de todo tipo en el que ha caído la sociedad. La base bien podría ser el diálogo, algo que se ha promocionado desde el Gobierno como si fuese un champú, pero que nunca se alcanza porque siempre hay en el medio alguien dispuesto a dinamitar cualquier atisbo de cercanía.
Así, los recelos le quitan todo espíritu y esperanza a la gente, mientras socavan la seguridad jurídica, liman las instituciones o impiden la acumulación de reservas, entre muchos otros desvaríos. Y como efecto dominó, la desconfianza ataca la vida de todos los días, empezando por lo económico que, de modo irremediable, se va de cauce. Se sabe que la economía necesita certidumbre para que, desde los hogares a las empresas, se puedan tomar decisiones de riesgo y lo mismo vale para incorporar personal o comprar una heladera. Para todo ello, es necesario tener moneda, un bien imprescindible que la Argentina carece por la posibilidad de que las reglas de juego cambien de la noche a la mañana, germen de los miedos que están mandando al exilio a muchísimos jóvenes.
Lo que se le hizo a los exportadores de soja, prometíéndoles un dólar de $ 200 para que vendan y luego no dejándolos ingresar al mercado libre para conseguir las divisas que les permitieran comprar insumos o ahorrar, fue una encerrona. Otra prueba de los zigzags gubernamentales es la política exterior, también errática, capaz de lamerle las botas al “imperio” y, a la vez, desconcertar con el apoyo a dictaduras. El rechazo social hasta promueve la burla, como en el caso de la preocupación absurda por la falta de figuritas del Mundial.
En cuanto a la inseguridad jurídica, la prueba más cercana a las cuestiones que hacen al desprecio por la Justicia, la base de la confianza colectiva, es la media sanción que acaba de dar la mayoría oficialista del Senado -algo fuera de toda lógica de prioridad- al proyecto para aumentar los miembros la Corte Suprema como apriete para condicionar a jueces y fiscales.
Desde lo estrictamente legislativo fue tan poco serio todo que, aun sabiendo que en Diputados casi no hay chance de llegar a una ley, se cambió groseramente el número de integrantes del máximo tribunal de 25 a 15 en un santiamén. Daba igual, ya que lo que le importaba al Gobierno no era el diálogo, ni siquiera eventualmente la necesidad de hacer cambios, sino tener el tema judicial en la cresta de ola, justo 24 horas antes del alegato político que hizo el viernes Cristina Kirchner frente al Tribunal que la juzga.
Así, hablar sin ton ni son es considerado puro marketing, un elemento que, cuando los hechos no ratifican las promesas efectuadas o directamente a la hora de mentir, no sólo horada el rol presente de la certidumbre sino que genera descreimiento hacia el futuro. “No me molesta que me hayas mentido, me molesta que a partir de ahora no pueda creerte”, decía el alemán Friedrich Nietzsche para centrar tan delicado tema en la cuestión moral, hoy totalmente ausente de la política.
La Argentina vive una profunda crisis de credibilidad y no hay quien pueda pararla por ahora. Como promotor del desbarajuste, inclusive por su heterogénea conformación, todo lo que el gobierno escupe al cielo le vuelve y las encuestas dan fe de ello. Nada se le tolera: las excusas, las mentiras, las exageraciones, las promesas imposibles de alcanzar, las injustificadas pérdidas de tiempo, la improvisación permanente, el relato fácil y contradictorio (no al FMI, sí al ajuste); todos escalones que suman descreimiento y minan la voluntad ciudadana.
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