Educar es también frustrar

GLADYS SEPPI FERNÁNDEZ (*)

Muchos adultos abandonan los brazos de sus ideales cuando presienten que pueden contrariar a los menores y crear conflictos; de esa manera optan por lo más fácil. A muchos padres y docentes que se involucran activa, responsable e incluso apasionadamente en la educación de sus hijos y alumnos, niños y adolescentes, cuya transformación en personas desarrolladas y de bien apuntalan, les debe acometer una aguda desazón cuando comprueban que, lejos de despertar su agradecimiento, generan un hostil distanciamiento y que se los califique de anticuados, perimidos o el temible “viejo”. Sin embargo, las ideas sostenidas por importantes pensadores de hoy iluminan sobre el daño que está produciendo en la formación de sucesivas generaciones decir lo que los chicos quieren escuchar y no lo que se siente verdadero. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, en un magnífico artículo publicado por “El País”, analiza las consecuencias del eslogan “prohibido prohibir”, que nació en el Mayo Francés (1968). Partiendo del concepto de “autoridad” de la RAE, recuerda que “la autoridad es el prestigio o crédito que se reconoce a una persona o institución por su calidad, legitimidad y competencia en alguna materia”, autoridad encarnada en el seno familiar por los padres, en la escuela por los docentes y en la sociedad por quienes la administran y dirigen y que actualmente se ve despojada de credibilidad. ¿En qué circunstancia se produjo ese perjudicial despojamiento? Tal vez mucho han tenido que ver las inspiradas ideas del influyente pensador Michel de Foucault, quien estableció: “La sexualidad, la psiquiatría, la religión y el lenguaje, al igual que la enseñanza, representan las estructuras del poder erigido para reprimir, domesticar el cuerpo social instalando sutiles formas de sometimiento a fin de perpetuar los privilegios y el control de poder de los grupos sociales dominantes”. Tal vez en esas palabras se encuentre la raíz del desplome y desprestigio de cualquier forma de autoridad. Esta idea, aunada a los principios rectores del Mayo Francés, transforma a la autoridad en sospechosa, perniciosa y deleznable, por lo que el ideal libertario es desconocerla, negarla y destruirla. Nada bueno ha surgido a partir de estas propuestas. El “prohibido prohibir” –dice Vargas Llosa– “ha extendido su partida de defunción a todo principio de autoridad y los mismos maestros y padres se han creído esta satanización de sí mismos y los docentes empezaron a creer que es aberrante aplazar a los malos alumnos, hacerlos repetir de curso, establecer un orden jerárquico en el rendimiento académico para evitar la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, la negación de igualdad y el racismo”. Este despojo de la autoridad de padres y docentes ha traído como consecuencia nefasta la inexistencia de figuras que ejerzan su magisterio y ha devenido en el empobrecimiento de la vida familiar, escolar y social. En un clima de permisividad, adosado con un elevado grado de demagogia, lo que se está logrando es una sociedad de niños y jóvenes tiranos, caprichosos, mal educados y realmente egoístas que creen saberlo todo y se niegan al aprendizaje porque para ellos no hay modelos a seguir ni vidas que les sirvan de ejemplo. Y es así porque “la permisividad sólo crea tiranos”, apunta Aldo Naouri. Para este pensador francés los conflictos familiares y escolares (también sociales) tienen una misma raíz: padres y docentes (y cualquier tipo de pretendida autoridad) temen dejar de ser amados por sus hijos o alumnos (o pueblo) si no los seducen por la vía del halago, la permisividad, el consentimiento. En una palabra: demagógicamente. Esto ha devenido en lo que Naouri llama “niños tiranos”, que hacen muy difícil la convivencia familiar, escolar y social. Los hijos, los alumnos, tienen que sufrir frustraciones, aprender a respetar los “no” porque, si lo que se tiene como propósito es su desarrollo humano, no se los puede ni debe dejar al libre albedrío de sus impulsos y caprichos. Para Hannah Arent el niño necesita una guía firme y referencias asertivas, ésta es la única manera de garantizar la continuidad de una civilización constituida, la incorporación de los que llegan a ella y la formación de su carácter en el esfuerzo, la superación de obstáculos y crisis y la degustación consciente de sus logros. El atributo humano, lo que nos distingue, es la conciencia, de uno mismo, del propio proceso de desarrollo, que es tanto más y mejor cuando la familia y la escuela muestran, como mayores autorizados, el abanico amplísimo de la diversidad, la complementariedad de lo diferente, la asociación entre las partes aparentemente fragmentadas. Si los padres desatienden sus funciones, los maestros recibirán chicos desmadrados que los despeñarán por la pendiente del desaliento y la depresión y el producto serán alumnos cada vez más envalentonados y mal educados para la vida. Malo será si los chicos crecen sin ideales existenciales, si se sienten dueños del poder porque no se les muestran parámetros ni límites y se los deja crecer sin un afecto auténtico y nutricio. Otro educador, Moreno Castillo, dice a propósito: “Aunque los chicos estudien en los colegios más caros, esquíen en las mejores pistas, tengan los mejores celulares y computadoras de última generación, los resultados serán muy malos si se cree que educar es adular porque es todo lo contrario, muchas veces es frustrar, aunque eso genere conflictos, rabietas o incomodidades”. (*) Escritora y docente


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