El amor de dos inmigrantes que llegaron a Neuquén sin saber mucho uno de otro

Se conocían poco. Él vino primero y le escribió tres años después para pedirle la mano. No todo lo que le dijo era verdad.

Le desconfiamos a las sitios de citas, creemos que puede haber un engaño detrás de alguna presentación. Pero las cartas, cuando eran el único modo de comunicarse para quienes estaban lejos, no eran menos “tramposas”.
Esta es la historia de dos inmigrantes españoles que se instalaron en Neuquén en la década del 50. Fue narrada por su hija. Los nombres , han sido alterados, a pedido de ella.


Nacieron en el mismo pequeño pueblo de España, un pueblo que no tenía más de 200 habitantes, pero casi ni se miraban.
José era un año mayor que Josefa, pero ella era tan “chapada a la antigua” que a él le causaban gracia sus modales. La “chupacharcos”, le decían José y sus amigos, por esos vestidos larguísimos que terminaban barriendo el barro del suelo del pueblo.
El era zapatero. Ella se daba maña poniendo inyecciones a domicilio.
No se sentían atraídos. De hecho, José se enamoró de María, una mujer diez años mayor que él, con la que tuvo tres hijos. Pero no los pudo disfrutar de bebés porque la guerra civil española lo tuvo en sus filas.
José tuvo suerte: como era zapatero, enseguida lo destinaron a arreglarle las botas a las tropas. De recuerdo de aquellos tiempos, de todos modos, le quedó un balazo en la pierna. Y también una profunda melancolía que, dice su hija, lo hacía silbar despacito por las noches, y llorar.
Cuando la guerra terminó, José volvió a su casa y a sus hijos. Pero la felicidad no duró mucho tiempo. María enfermó de pulmonía. Hubo que llamar a la enfermera del pueblo para que le diera las inyecciones que necesitaba para sanar.
La salud de María no mejoró, así que le hizo jurar a José que si ella moría, él iba a vender todo para emigrar a la Argentina. María había nacido en Bahía Blanca, y estaba convencida de que ese país era el lugar para que su marido prospere y sus hijos crezcan en paz.
María murió y José cumplió su palabra: vendió sus pocas cosas y mandó una carta a un hermano que ya estaba instalado en Neuquén para que lo esperara y le diera una mano.
Ya era el año 48. “Ignorante como era, golpeado y triste, con 33 años y tres hijos se vino a Neuquén”.
La situación aquí no era el que María había imaginado. José y sus tres hijos no la pasaron bien durante el primer tiempo, y según pudo reconstruir su hija, sufrieron hambre y también maltrato.Sólo después de un par de años, José pudo refaccionar un galpón y comenzar a darle forma a lo que sería su zapatería en la capital neuquina.
También empezó a acondicionar la casa en la que vivían los cuatro.
“Y entonces empezó a acordarse de la enfermera que había quedado en el pueblo”, se ríe ahora su hija, que escuchó muchas veces esta historia.
Josefa, efectivamente se a del pueblo se había quedado en el pequeño poblado español. El apodo de chupacharcos se había convertido ahora en el de la “solterona”. Sí, Josefa era una preocupación para sus padres que no veían cómo su hija iba a casarse en algún momento.
Quizás por eso, cuando llegó la carta desde Argentina, más precisamente desde Neuquén, firmada por un ex habitante del pueblo, pensaron que estaban salvados.
Desde aquellas tierras lejanas, José aseguraba bienestar, contaba que tenía una casa hermosa, que tenía trabajo y que todo marchaba sobre rieles. Y obviamente, además, pedía la mano de Josefa.


Habían pasado tres años desde que José se había ido de España a cumplir la promesa de María. Los papás de Josefa, y la propia Josefa, creyeron o quisieron creer cada una de la palabras que escribió José.
El encuentro, de todos modos, no fue sencillo. No sólo porque estaban en distintos continentes sino porque además, “debían casarse antes”.

Para solucionar ese matrimonio casi a ciegas, hicieron una ceremonia en el pueblo español. Josefa entró a la iglesia de la mano de su hermano. “El hermano hacía las veces de mi papá, porque ella tenía que estar casada para que le permitieran hacer ese viaje hasta la Argentina”, cuenta la única hija que tuvo ese matrimonio.
Pocos días después se subió al barco rumbo a lo desconocido, literalmente.No conocía mucho a su marido, y tampoco sabía nada del país. Viajó en tercera, con tanta incomodidad como esperanzas e incertidumbre.
En el puerto de Buenos Aires la esperaba José, que tampoco en ese momento le contó cómo era su verdadera situación en Neuquén.
“Era brava la gallega”, dice ahora su hija, que escuchó también el relato de la llegada de la que sería su madre a la Patagonia.

“El desastre que encontró… Mi papá era pobrísimo, las paredes de la casa eran de frazadas, no había trabajo. Por mucho tiempo mi mamá estuvo muy enojada”


“Después lograron salir adelante, la casa se mejoró y el trabajo de mi papá prosperó”.
Quince años después de ese viaje, José y Josefa se dieron además el gusto de volver de visita al pueblo del que habían salido. “Se compraron un Fiat 1500 y se lo llevaron en barco a España. El siempre había tenido la ilusión de volver. Y siempre contaba cómo llegó con el auto, bajando la cuesta y tocando la bocina mientras se acercaba al pueblo para celebrar que les había ido bien. Se quedaron seis meses en España”, relata su hija, que sabe que a pesar de los detalles que su papá omitió contarle a su mamá, fueron felices.


Esta historia es de una lectora del RÍO NEGRO. Si querés compartir la tuya, escribinos a quedateencasa@rionegro.com.ar


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