El país y sus circunstancias

James Neilson

El filósofo español José Ortega y Gasset hablaba en nombre de todos cuando dijo “Yo soy yo y mis circunstancias”. A nadie le es dado liberarse de su entorno. Tampoco pueden hacerlo los países; mal que les pese a personajes como Donald Trump, hasta las naciones más ricas y poderosas tienen que adaptarse a lo que ocurre en el resto del mundo.


Se trata de una realidad que la mayoría encuentra incómoda. Tanto aquí como en otras latitudes, es habitual atribuirle al gobierno de turno poderes casi mágicos, una actitud de que se mofan los italianos cuando dicen “piove, governo ladro”, o sea, “llueve, gobierno ladrón”.


Una víctima de esta costumbre fue el recién fallecido Fernando de la Rúa: hubiera sido un muy buen presidente para un país rico y bien ordenado, como Suiza, pero le tocó estar en la Casa Rosada cuando un período de auge se acercaba a su fin sin que la mayoría, que se aferraba a la convertibilidad, quisiera darse cuenta.


Pronto aprendió que no es lo mismo ser presidente en una época de vacas gordas que asumir el cargo con un viento fuerte soplando en contra.
Carlos Reutemann, el hombre que, de haberlo querido, pudo haber ganado las elecciones presidenciales del 2003, entendió muy bien la situación en que se encontraba el radical.


En una oportunidad, el en aquel entonces gobernador de la provincia de Santa Fe dijo: “Pobre De la Rúa, la soja está 120 dólares la tonelada. ¿Se imaginan lo que sería el país si la soja valiera 180 dólares la tonelada?”. O, como en efecto sucedería algunos años más tarde, si el precio por tonelada llegara a superar los 600 dólares.


De la Rúa pronto aprendió que no es lo mismo ser presidente en una época de vacas gordas que asumir el cargo con un viento fuerte soplando en contra.



Reutemann estaba en lo cierto. De haber coincidido el período en el poder de De la Rúa con el boom de las commodities que fue desatado por el resurgimiento espectacular de China, hubiera sido muy diferente no solo su propio lugar en la historia sino también la evolución sociopolítica posterior de la Argentina. No se hubiera producido ni el golpe civil de fines del 2001, ni el default festivo, ni nada parecido al kirchnerismo, ni el hueco ideológico que un par de décadas más tarde aprovechó el macrismo.


Los políticos propenden a minimizar la importancia de “las circunstancias”. Suelen atribuirse los éxitos, lo que es natural, pero saben que, si fracasan las iniciativas que emprenden, caería mal brindar la impresión de estar buscando excusas hablando del impacto de fenómenos exógenos que les son ajenos. Si bien sería difícil comprender la evolución económica y por lo tanto sociopolítica de la Argentina desde la Independencia sin tomar en cuenta los cambios que se daban en el exterior, siempre ha sido fuerte la resistencia a reconocerlo, a suponer que en última instancia todo se debió a la voluntad popular local o a las cualidades personales de líderes políticos determinados.


Dicha tendencia hace más difícil distinguir entre las opciones posibles y las meramente deseables. La corrida cambiaria que puso grogui al gobierno de Mauricio Macri fue desatada por la suba de la tasa de interés de la Reserva Federal norteamericana; aunque pudo preverse que tarde o temprano algo así ocurriera, el gobierno se abstuvo de tomar medidas preventivas a tiempo por miedo a las protestas que a buen seguro hubieran motivado. Entonces, por falta de alternativas, sí decidió ordenar mejor “los fundamentales” macroeconómicos, pero sigue rezando para que en los meses próximos la Fed no haga nada que le cueste votos. Felizmente para Macri, Trump es amigo del dinero fácil.


La influencia de “las circunstancias”, o sea, del contexto internacional, no se limita a las finanzas. ¿Fue solo una casualidad que muchos países latinoamericanos, entre ellos la Argentina, en el mismo período recuperaran la democracia después de años de dictadura militar? Claro que no. Tampoco lo ha sido que se hayan implantado con tanta rapidez cambios culturales originados en el exterior, como los supuestos por el hasta hace poco apenas concebible “matrimonio igualitario” y el feminismo militante.


No es que en el pasado el país estuviera intelectual y políticamente aislado del resto del mundo, sino que era mucho más fácil minimizar la importancia de lo que tenía en común con las demás sociedades de raíz europea, incluyendo ideas que a primera vista son tan básicas como las que están detrás del Estado Nación, la democracia, los movimientos políticos – entre ellos los nacionalistas– y los valores éticos que en principio merecen respetarse.


Gracias a las ya ubicuas comunicaciones electrónicas, en la actualidad los vínculos son mucho más evidentes que antes, lo que podría ayudar a los decididos a “modernizar” el país a pesar de la oposición de los resueltos a defender prácticas anticuadas que les han permitido prosperar.


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