Empalago y sospecha

No recuerdo si el viejo dicho era de un evangelio o de dónde, pero aquello de “Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha” (o viceversa) se refería, si no me equivoco, a las buenas obras o de caridad. Es decir, recomendaba discreción y silencio y no alardear de las propias virtudes ante los demás. Si la cosa era así como creo, es uno de los preceptos mandados a paseo con mayor ufanía y desparpajo, porque hoy no sólo se entera la mano izquierda de todo sino que las dos –y la lengua e internet y los SMS y los twits– se encargan de difundir al instante cualquier acción pía, solidaria o altruista –cualquiera que haga quedar bien al que la lleva a cabo– que sirva de propaganda a la figura del benefactor. Hasta el punto de que uno saca la impresión de que la mayoría de esas acciones son poco sinceras y vienen dictadas por los asesores de imagen que casi todo personaje público tiene ahora a su servicio. Hay tal proliferación y abuso de las “causas nobles” y quienes las defienden se jactan tanto de sus abnegadas o “comprometidas” posturas, que el mundo se ha convertido en un lugar insoportablemente empalagoso y la sobreabundancia de actores, cantantes, políticos, escritores, miembros de la realeza y magnates preocupándose exhibicionistamente por los asuntos más peregrinos ha acabado por tornar rutinario y “obligado” todo gesto generoso o sacrificado y por restarle valor. Así, a estas alturas, que Bill Gates o Warren Buffett, dos de los hombres más ricos del planeta, renuncien a una enorme parte de sus respectivas fortunas para ayudar a los desfavorecidos o financiar investigaciones contra terribles enfermedades, lejos de provocar agradecimiento y admiración en la gente (o en gran parte de ella) suscita indiferencia cuando no ingratitud (de manera harto injusta, hay que decirlo) y comentarios del tipo: “Qué menos”, o “Ya pueden”, o “En su caso no tiene mérito”, cuando lo cierto es que ni uno ni otro tendrían la menor obligación de mostrarse tan filantrópicos. En cuanto a las movilizaciones de celebridades ante cualquier catástrofe, sus recaudaciones de fondos para socorrer a los damnificados, su inmediata presencia en las zonas devastadas, sus visitas fotografiadas a los campamentos de refugiados, a los lugares asolados por epidemias y demás, en vez de ser percibidas como algo noble y excepcional son vistas, a fuerza de repetición y publicidad, más bien como “lo que toca”. Más posibilidades tiene de padecer reproches el famoso que no acude que de recibir parabienes la legión de los que sí lo hacen, con la agravante de que estos últimos se hacen además “sospechosos”: sospechosos de autobombo y de aprovechamiento de las desgracias ajenas para enaltecer o mejorar sus imágenes. Lo mismo ocurre, a nivel casero, con los columnistas que jamás pierden ocasión de mostrarse “humanos”, piadosos y solidarios con lo que se tercie, sean los animales, los niños, los bosques, la Antártida o los saharauis. Todo ello digno de protegerse, faltaría más. Llama la atención y resulta sospechoso, sin embargo, que este tipo de personas rara vez se pronuncie sobre algo cercano y que por tanto “luce” menos. No sé, es como esas personalidades que donan una herencia o un premio –y procuran que bien se sepa– a alguna ONG llamativa. No veo la necesidad: si yo conozco a los suficientes individuos en el paro o con apuros económicos y a los que una donación mía les vendría de perlas, estoy seguro de que todo el mundo los conoce también. Pero, claro, decir que uno le ha echado una mano a tres amigos en pésima racha o a tres mendigos del barrio en que vive nunca puede ser “noticia” ni proporciona ventaja publicitaria alguna, ni siquiera entre los vecinos. El príncipe Guillermo y su prometida Kate Middleton, según cuenta Walter Oppenheimer desde Londres, han rizado el rizo de este exhibicionismo hasta el punto de que la lista de organizaciones a las que han pedido a la ciudadanía que efectúe donaciones en vez de obsequiarlos a ellos con regalos de boda parece una caricatura o parodia del edulcoramiento actual: los bienintencionados “pueden decantarse por proteger a los tigres de Sumatra [sic], combatir el estrés de los veteranos de guerra o ayudar a la integración de católicos y protestantes en Irlanda del Norte a través del baloncesto [sic]”. También por “conservar mamíferos salvajes en peligro de extinción en Asia y África, ayudar a las viudas de guerra, aconsejar a jóvenes descarriados [sic], ofrecer la mejor calidad de vida posible a niños con enfermedades terminales, crear teatro accesible [sic] a niños con graves problemas de aprendizaje, ayudar a otros con problemas a cambiar de vida a través de la danza o las regatas marítimas [sic], combatir el acoso escolar, transformar la vida de gente con adversidades mediante el arte y el deporte [sic]” y no sé cuántas curiosidades más, todas ellas vistosas, exóticas o melodramáticas, rimbombantes todas. Estaría muy bien si la pareja no se hubiera adornado ante el mundo entero con la publicación de esta lista. Si hubiera solicitado dinero sin más y luego lo hubiera entregado calladamente a todas estas organizaciones, arriesgándose a que la gente pensara mal de ella, es decir, que pretendía forrarse con su enlace nupcial. Es lo que tenía lo de las manos derecha e izquierda: que podía uno pasar por un avaro siendo en realidad un dechado de desprendimiento. Ser esto último para que el planeta se entere nunca dejará de ser sospechoso, lo siento, ni de resultar empalagoso. (*) Escritor español

JAVIER MARÍAS (*) El País Internacional


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