El corazón bendecido: a un año del transplante cuenta su historia y pedalea hasta Ceferino
Hace un año, Alejandro Germanos fue transplantado. Desde su casa cuenta su historia e invita el domingo 28, a las 7:30 de la mañana a una bicicleteada de Roca a Chimpay con el lema ‘Gracias a un donante, sigue latiendo. Donar nos une”.
Es 21 de agosto, se cumple un año y el Turco se prepara. Pedalea y el viento frío patagónico le pega en la cara. “El domingo 28, a las 7:30 de la mañana salimos de Roca para Chimpay con el lema ‘Gracias a un donante, sigue latiendo. Donar nos une’”, dice y muestra la estampita en blanco y negro de Ceferino. Cuenta su historia y como siempre lleva de protagonista al corazón.
Alejandro Germanos tenía 13 años. Corría una de sus tantas carreras de bicicleta a las que iba con su papá. Aceleró cuando de repente llegó la nada, el suelo y el golpe. Lo llevaron al médico y el pronóstico fue malo. Tenía una coartación de la aorta que le generaba problemas cardíacos. Le dieron medicación y había que esperar, con el desarrollo se podía solucionar o empeorar.
“Y empeoró”.
A los 18 lo operaron, la válvula tampoco funcionaba bien. Se detectó una miocardiopatía, que con el tiempo fue avanzando. “Me acuerdo, el médico le explicó que espere para pararse. Lo miró, apretó los dientes y se levantó. Creo que se estaba cagando del dolor, pero siempre tuvo esa voluntad de otro mundo”, dijo su hermano a horas de salir para Buenos Aires, hace un año.
La vida siguió con controles, pero en el 2014 le dieron la noticia de que el corazón no daba para más. Le pusieron un desfibrilador, le dieron medicación, pero había algo con lo que no se podía ir, la enfermedad seguiría avanzando y el único remedio era un transplante. Entró en lista de espera electiva. Podía estar en su casa con un tratamiento controlado.
Con los latidos de un corazón traicionero que no quería curarse, el Turco, como lo conocen todos, esperaba el corazón tranquilo, mientras hacía lo que mejor sabe hacer: vivir.
La bicicleteada se organizó con el Cucai Río Negro y la Fundación Celebra La Vida, que reúne a pacientes transplantados.
Alejandro Germanos
Se casó con Lizie y cuando cumplió 44 años, llegó José, su primer hijo, para llenar cada centímetro de su corazón de amor. Al año llegó Lucas, su segundo hijo, para revolucionar la casa con ingenio y abrazos. Se hicieron una casa grande, con patio verde y un lugar para los asados con amigos.
En 2019, cuando José cumplió tres años y Lucas dos, todo era felicidad, pero Luján, su médica del Instituto Cardiovascular de Buenos Aires (ICBA) les dio la dura noticia: «había que hacer un transplante, ya».
Junto con la determinación médica surgieron las dudas. ¿Dónde se espera un corazón? ¿Cómo se hace? Se habían robado las balizas del aeropuerto de Roca y no podía operar. Las cuentas no daban para ir a Neuquén y volar a Buenos Aires. Había que mudarse a la gran ciudad, porque si salía un transplante, en tres horas debía estar en el ICBA.
El 17 de septiembre de 2019, con la Duster llena de cosas salieron para Buenos Aires. La obra social les dio un departamento y la ciudad gigante les ponía desafíos. Había que adaptarse y en el medio apareció la pandemia, el miedo al contagio, el riesgo y la soledad.
El 17 de febrero del 2021 le avisaron que había que internarlo, su estado se había agravado. El doctor sostuvo que, como mucho, en dos o tres meses llegaría el corazón. En el pequeño departamento quedaban Lizie y los nenes. Los despidió, le dieron su habitación y arrancaron poniéndole vías en el cuello, el cuerpo dolía, había que pasar una droga fuerte que mantenía latiendo al corazón. Los familiares y amigos estaban frenados por una pandemia para viajar a acompañar. Pero poco se quejaba.
Nada fue fácil
Alejandro tiene un tipo de sangre complicado, era difícil la compatibilidad y los meses comenzaron a pasar en la internación, encerrado en una habitación. Solo Lizie podía entrar a verlo, y los médicos, muchos médicos y enfermeras.
Insistió tanto que le llevaron una pedalera, también una escalera y pesas. Todos los días pasaba cuatro horas pedaleando, dos a la mañana, dos a la tarde a la espera del corazón. Por la noche le rezaba «al Cefe» y a la Virgen de San Nicolás. Su mamá era muy devota de la virgen y su papá de Ceferino, y si bien ellos ya no están en este plano, todo se conectaba en sus oraciones.
Así pasaron meses, con angustias, tristezas. “Estuve cinco meses sin ver a los nenes. Les decía déjenme ver a los nenes, me pasa algo y no los veo más”. En junio no daba para más y los dejaron entrar. “Tuve la suerte que estaba en el primer piso, que daba en la ventana. La desarmé con un cuchillo para que se abra más . Parecía un preso”, cuenta.
Para el día del padre, los nenes lo saludaron desde la calle. Un médico vio la escena y los fue a buscar. Ese día lo pasaron juntos, por lo menos algunos minutos. “Siete meses en el primer piso, veía gente entrar y salir, se hicieron muy largos. Pero a la distancia, también sirvieron, porque se preparó física y mentalmente, ayudó gente. Había días que lloraba, que se quería ir”, dice Lizie, a su lado, como siempre.
Por ahí, alguien le comentaba: «llegó un chico muy joven, está muy deprimido», y el Turco pedía para hablar con él por teléfono. Lo convencía que había que meterle garra. Hasta el día de hoy, los médicos le preguntan si pueden pasar su número a los pacientes que esperan un transplante.
“Después me dejaban hacer algunas caminatas en el pasillo. Un día me dicen que un señor mayor estaba muy bajoneado. Iba y le decía ‘qué haces viejo cabezón (y cabezón no el la palabra exacta)’ dale, ponete las pilas’. Porque de verdad, que la peor parte se la lleva la familia que está afuera. A mi me cuidaban cada hora, pero Lizie estaba sola, con dos nenes en Buenos Aires, en pandemia. Había que llevarlos al jardín y estar pendiente de mi, eso generaba mucha desesperación”, asegura.
Lo más difícil
“Sin dudas fue ponerme el balón, porque te conectan y si en 10 o 15 días no llega, ya está. Mi corazón no funcionaba, lo mantenía la droga, estaba listo para transplante y primero en la lista de emergencia nacional. Pero si alguien entraba en urgencia, se lo ponían a otro”, recuerda Alejandro.
Con el balón fue a terapia, no se podía mover y la cuenta regresiva en marcha: si no llega el corazón, los otros órganos se complican. El riesgo era alto pero el cirujano le dijo “pasar al balón es la mejor decisión que se puede tomar”.
En ese momento había un paciente en lista de emergencia y estaba grave. Cuando me ponen el balón le avisan que al chico le había llegado el corazón y había fallecido. “Me cagué en las patas”, reconoce.
El tiempo en la terapia, sin sol, fue otro gran desafío, entre las cortinas escuchaba las noches críticas de muchos pacientes, que perdían la batalla. Pero a los diez días de estar allí, a las 22:30, el sábado 21 de agosto alguien se paró al lado de su cama, con la cara iluminada y dijo la frase tan esperada: “llegó el corazón”.
Cuando lo llevaban rumbo al quirófano, hubo aplausos de aliento en los pasillos. El iba seguro, con la camiseta del ganador. “Más allá del tiempo que pasé adentro estuve bien. Me transplantaron el domingo y el viernes me fui a casa. Cinco días, cuando por lo general pasan 15. No tengo dudas soy un bendecido. Por ahí uno no toma dimensión de lo importante que es donar, pero acá está el ejemplo”, y se toca el pecho con el dedo índice.
El sentimiento de hacer feliz a la otra persona
El día del alta, Alejandro le dijo a Lizie que le lleve zapatillas, porque de ahí, él se iba caminando. Se las calzó y los médicos de los que habla con tanto orgullo y admiración, posaron con el para la foto. Una de las doctoras publicó en Twitter algunos mensajes, que muestran esta historia, desde otro lado. Narra a los que también ponen la vida para que los corazones sigan latiendo, con la misma pasión.
“A los residentes que los veía opacados, se los vio brillar devuelta. Reconectados con el paciente y su familia. Comprometidos y con miedo de “que no le vaya bien” o “no llegue al Tx”. Esos sentimientos nos hace buenos médicos, y que podamos subsistir cada día.
Durante su hospitalización, muchos pacientes ingresaron, se trasplantaron y se fueron a sus casas. Uno podría decir que sentiría “envidia” o injusticia, pero todo lo contrario, era todo generosidad. Los acompaño durante todo el proceso.
Nos intercambiamos series, películas y libros. Me mantuvo al día de los juegos olímpicos, Champions League y la historia del pase de Messi. Y siempre preguntaba: “vos como estas hoy?”, “estás cansada”, “cómo esta X paciente trasplantado”.
Fue colaborador con enfermeros, técnicos y personal de limpieza. Todo lo que estaba a su alcance para estar mejor, el lo hacía. Llego el día mas anhelado por todo el hospital. Todos los residentes querían estar en el operativo, y poder decirle que llegó el corazón para él. Ese sentimiento de hacer feliz a la otra persona, nos llena, y no es frecuentemente sentirlo en un unidad de cuidados críticos.
Fueron a decirle los residentes de guardia. Camino al quirófano lo despedían con aplausos los enfermeros, médicos, técnicos y empleadas de limpieza de los pisos en los que estuvo.
El está muy bien, yéndose a casa luego de varios meses. Siente que le salvamos su vida, y definitivamente el cambio la vida de todo un hospital y de muchos pacientes”.
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«Sobrevivientes», un libro escrito por jóvenes
Es 21 de agosto, se cumple un año y el Turco se prepara. Pedalea y el viento frío patagónico le pega en la cara. “El domingo 28, a las 7:30 de la mañana salimos de Roca para Chimpay con el lema ‘Gracias a un donante, sigue latiendo. Donar nos une’”, dice y muestra la estampita en blanco y negro de Ceferino. Cuenta su historia y como siempre lleva de protagonista al corazón.
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