España va a las urnas
La decisión del presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, de adelantar cuatro meses las elecciones generales, que se celebrarán el 20 de noviembre próximo, puede tomarse por una confesión de impotencia, puesto que según todas las encuestas las ganará el Partido Popular encabezado por Mariano Rajoy. Tanto Zapatero, que dará un paso al costado dejando al PSOE gobernante en manos del ex ministro del Interior Alfredo Pérez Rubalcaba, como Rajoy coinciden en que un nuevo gobierno es necesario para ayudar a España a salir de la crisis económica en que ha caído, ya que a su entender merecería más confianza que el actual, si bien, claro está, discrepan en cuanto al partido indicado para liderar la eventual recuperación. Al sucesor de Zapatero le espera una tarea sumamente ingrata. Puede argüirse que los problemas de España se vieron agravados por la prolongada resistencia del gobierno socialista a reconocer que la convulsión financiera internacional de la segunda mitad del 2008 no fue un mero inconveniente coyuntural sino el fin definitivo de una etapa en que su país había prosperado como nunca antes, un cambio de paradigma que lo obligaría a enfrentar una multitud de desafíos muy difíciles, pero no hay demasiados motivos para suponer que, de haber estado en el gobierno los populares de Rajoy, la reacción hubiera sido mucho mejor. Antes del colapso de la burbuja inmobiliaria estimulada por el crédito barato posibilitado por el reemplazo de la peseta por el euro hubo un consenso amplio de que la economía española ya había dejado atrás la italiana y estaba en vías de alcanzar a las de Francia y Alemania. Por desgracia, se trataba de una ilusión que tardó en disiparse. Para los españoles, y para muchos otros europeos, la crisis que comenzó en Estados Unidos para cruzar el Atlántico con rapidez desconcertante ha sido un baño de realidad. Entre otras cosas, ha servido para que tomaran conciencia de su escasa productividad en comparación con los alemanes, de las deficiencias de su sistema educativo y de los límites de un Estado benefactor que se hacía cada vez más costoso debido al envejecimiento de la población y, sobre todo, al estallido de la tasa de desempleo que, en un lapso relativamente breve, ha regresado a los niveles típicos del período de “reconversión” que siguió al desmoronamiento de la dictadura franquista. Una vez más, la tasa de desempleo supera el 20% de los supuestamente activos, con casi 5 millones de “parados”. Pocos creen que la situación esté por modificarse en los próximos meses. Muchos temen que a España le espere un ciclón financiero parecido a los que han provocado tantos estragos en Grecia, Portugal e Irlanda, preocupación ésta que comparten agencias calificadoras alarmadas por los problemas fiscales. Hasta ahora el previsto “contagio” no se ha producido, pero mientras persistan dudas en cuanto al futuro de la Eurozona, España tendrá que acostumbrarse a ser considerada un país riesgoso para los inversores internacionales y por lo tanto enfrentará tipos de interés muy superiores a los de Alemania. Si la experiencia de España, que luego de años de euforia triunfalista está presa del pesimismo extremo cuya manifestación más llamativa ha sido la irrupción de “los indignados”, nos enseña algo, esto es que cuando de desarrollarse económica y socialmente se trata no hay atajos. No es posible minimizar la importancia de la eficiencia, la productividad y la calidad educativa. Si un país forma parte de un bloque, como el supuesto por la Unión Europea, tiene forzosamente que intentar emular en todos los ámbitos a los socios más potentes, o sea, en el caso de España, Grecia, Portugal y los demás, a Alemania, Holanda y, en menor medida, Francia. Bien que mal, en dicho sentido la Argentina está aislada; no se ve constreñida a competir contra ningún otro país salvo Brasil que, a pesar de sus logros recientes, aún no ha salido del subdesarrollo. Así, pues, mientras que España lucha por conservar un nivel de vida mucho más elevado que el nuestro, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y otros voceros gubernamentales tratan de hacer pensar que el desempeño económico de la Argentina es muy superior a aquel de la madre patria y que en consecuencia le convendría adoptar “el modelo” kirchnerista.
Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 945.035 Director: Julio Rajneri Codirectora: Nélida Rajneri de Gamba Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA – Domingo 31 de julio de 2011
La decisión del presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, de adelantar cuatro meses las elecciones generales, que se celebrarán el 20 de noviembre próximo, puede tomarse por una confesión de impotencia, puesto que según todas las encuestas las ganará el Partido Popular encabezado por Mariano Rajoy. Tanto Zapatero, que dará un paso al costado dejando al PSOE gobernante en manos del ex ministro del Interior Alfredo Pérez Rubalcaba, como Rajoy coinciden en que un nuevo gobierno es necesario para ayudar a España a salir de la crisis económica en que ha caído, ya que a su entender merecería más confianza que el actual, si bien, claro está, discrepan en cuanto al partido indicado para liderar la eventual recuperación. Al sucesor de Zapatero le espera una tarea sumamente ingrata. Puede argüirse que los problemas de España se vieron agravados por la prolongada resistencia del gobierno socialista a reconocer que la convulsión financiera internacional de la segunda mitad del 2008 no fue un mero inconveniente coyuntural sino el fin definitivo de una etapa en que su país había prosperado como nunca antes, un cambio de paradigma que lo obligaría a enfrentar una multitud de desafíos muy difíciles, pero no hay demasiados motivos para suponer que, de haber estado en el gobierno los populares de Rajoy, la reacción hubiera sido mucho mejor. Antes del colapso de la burbuja inmobiliaria estimulada por el crédito barato posibilitado por el reemplazo de la peseta por el euro hubo un consenso amplio de que la economía española ya había dejado atrás la italiana y estaba en vías de alcanzar a las de Francia y Alemania. Por desgracia, se trataba de una ilusión que tardó en disiparse. Para los españoles, y para muchos otros europeos, la crisis que comenzó en Estados Unidos para cruzar el Atlántico con rapidez desconcertante ha sido un baño de realidad. Entre otras cosas, ha servido para que tomaran conciencia de su escasa productividad en comparación con los alemanes, de las deficiencias de su sistema educativo y de los límites de un Estado benefactor que se hacía cada vez más costoso debido al envejecimiento de la población y, sobre todo, al estallido de la tasa de desempleo que, en un lapso relativamente breve, ha regresado a los niveles típicos del período de “reconversión” que siguió al desmoronamiento de la dictadura franquista. Una vez más, la tasa de desempleo supera el 20% de los supuestamente activos, con casi 5 millones de “parados”. Pocos creen que la situación esté por modificarse en los próximos meses. Muchos temen que a España le espere un ciclón financiero parecido a los que han provocado tantos estragos en Grecia, Portugal e Irlanda, preocupación ésta que comparten agencias calificadoras alarmadas por los problemas fiscales. Hasta ahora el previsto “contagio” no se ha producido, pero mientras persistan dudas en cuanto al futuro de la Eurozona, España tendrá que acostumbrarse a ser considerada un país riesgoso para los inversores internacionales y por lo tanto enfrentará tipos de interés muy superiores a los de Alemania. Si la experiencia de España, que luego de años de euforia triunfalista está presa del pesimismo extremo cuya manifestación más llamativa ha sido la irrupción de “los indignados”, nos enseña algo, esto es que cuando de desarrollarse económica y socialmente se trata no hay atajos. No es posible minimizar la importancia de la eficiencia, la productividad y la calidad educativa. Si un país forma parte de un bloque, como el supuesto por la Unión Europea, tiene forzosamente que intentar emular en todos los ámbitos a los socios más potentes, o sea, en el caso de España, Grecia, Portugal y los demás, a Alemania, Holanda y, en menor medida, Francia. Bien que mal, en dicho sentido la Argentina está aislada; no se ve constreñida a competir contra ningún otro país salvo Brasil que, a pesar de sus logros recientes, aún no ha salido del subdesarrollo. Así, pues, mientras que España lucha por conservar un nivel de vida mucho más elevado que el nuestro, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y otros voceros gubernamentales tratan de hacer pensar que el desempeño económico de la Argentina es muy superior a aquel de la madre patria y que en consecuencia le convendría adoptar “el modelo” kirchnerista.
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