Fervores parecidos a los de una guerra

Eduardo Fidanza*


Alberto Fernández actuó rápido, fue prudente, generó consenso, imitando a líderes del norte europeo. Pero hay una diferencia: aquellos son países ricos y con estados eficientes. Argentina está en graves problemas.


La última encuesta mensual de alcance nacional de Poliarquía -un estudio de 1.000 casos en 40 ciudades, que se realiza mediante entrevistas telefónicas desde hace 15 años- arrojó resultados que contradicen el sentido común. Cuando debido a la parálisis económica y el confinamiento obligatorio provocado por la pandemia podía aguardarse una caída acentuada de las expectativas sociales y de las principales variables socioeconómicas, los datos obtenidos son sorprendentes: aunque se espera que la situación económica familiar empeore en los próximos meses, por ahora casi el 40% afirma que es buena; aproximadamente el 70% responde que los ingresos familiares permiten cubrir las necesidades; algo más de un tercio estima que el país atraviesa un mal momento, pero el resto lo califica como regular o bueno; el 51% cree que dentro de un año la situación mejorará.

Estas expectativas y percepciones positivas se completan con altísimos niveles de adhesión al gobierno y a la figura del presidente, expresados en un dato nunca visto desde que Poliarquía lleva registros: el 83% aprueba la gestión presidencial. Asimismo, el 71% posee buena imagen de Alberto Fernández, un valor solo equiparable al de los mejores momentos de Néstor Kirchner.

¿Qué puede estar ocurriendo para que se verifique este comportamiento social en un momento crítico de la vida del país y del mundo, acaso el más grave que se recuerda en muchos años? ¿Esta conducta será permanente o efímera? Parte de la respuesta la aportó esta semana Steven Erlanger, el corresponsal del New York Times en Bruselas, en una nota titulada en versión española “El coronavirus ha consolidado a los líderes en todas partes, pero no hay que esperar que esto dure”. Allí recoge la explicación prácticamente unánime de observadores y especialistas en ciencias sociales acerca del alto apoyo a los líderes políticos mundiales: “No hay nada como una buena crisis para lograr que diversas poblaciones se unan en torno a sus líderes. Cuando las personas están confundidas y asustadas, tienden a confiar en sus gobiernos, porque pensar que las autoridades están confundidas y temerosas, y aun que son incompetentes, es demasiado difícil de soportar”. Sobre esa certeza, avalada por muchas experiencias históricas donde destacan las guerras, cabe una pregunta: ¿podrá durar el consenso? La respuesta, que también recoge experiencias anteriores, es negativa, aunque abre un crédito para los dirigentes que actuaron con responsabilidad desde el principio, como los del norte europeo.

Esta reseña indica en principio dos cosas: primero, que el apoyo ocurre en la primera fase de las situaciones críticas y puede favorecer aun a líderes y gobiernos antes mal considerados; segundo, que tiende a evaporarse cuando las cosas se normalizan o bien cuando los estragos son profundos y perdurables.

Evocando esos comportamientos universales, los argentinos mayores de 50 años recordarán el inicio de la guerra de las Malvinas: una vez ocupadas las islas y recibida la noticia de que los ingleses alistaban una flota para recuperarlas, la sociedad fue atravesada por sentimientos de unidad nacional, acompañados por un apoyo multitudinario al gobierno dictatorial, que hasta instantes previos repudiaba.

Aún había muy pocos muertos, era el tiempo de concitar la solidaridad interna e internacional, de efectuar colectas y festivales, de construir defensas, de estigmatizar al enemigo. Era la hora de proclamar que se lo iba a vencer, empleando un coraje que compensaría la desventaja militar. Una suerte de Pentecostés envolvía a los argentinos. Sabemos lo que ocurrió después.

La lucha contra el coronavirus se ha comparado con una contienda bélica. Por eso, puede arriesgarse que los sentimientos extraordinarios que exhibe hoy la opinión pública argentina son parecidos a los fervores que provoca el inicio de una guerra. El interrogante es qué viene después, asumiendo que ese carisma no perdura más allá de los primeros tiempos. Aun con este límite, a Alberto Fernández puede abrírsele un crédito, en el sentido planteado por el corresponsal del NYT: a diferencia de Bolsonaro, Trump y otros, actuó rápido, fue prudente, generó consenso. Emuló a los líderes del norte europeo antes que a los demagogos. La oposición lo acompañó. Pero hay una diferencia que augura dificultades: aquellos países son ricos y cuentan con estados eficientes. La Argentina es una nación en graves problemas, que afronta esta pandemia con enfermedades preexistentes, como metaforizó la directora del Fondo Monetario. Las comorbilidades las conocemos y las padecemos desde hace décadas: abultada deuda, inflación descontrolada, baja inversión, insuficientes exportaciones, pobreza.

Para nosotros, y también para el mundo, el futuro se ha convertido en una conjetura trágica. Mientras mantenemos alta la moral y disimulamos las crecientes necesidades, intuimos una catástrofe que aún no ha ocurrido. Deben pasar los días y mantenerse el rigor. En un tiempo sabremos si este país en desventaja logrará sortear con mínimos daños el dramático giro de su destino.

*Sociólogo, fundador y director de la consultora Poliarquía


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