Fiesta del dulce

la peña

jorge vergara jvergara@rionegro.com.ar

Diciembre era el mes de los preparativos, no sólo porque se venían las fiestas de fin de año, sino también lo que para nosotros era una gran fiesta, la del dulce o la de los dulces, porque en diciembre empezaban todos los aprontes dulceros en el pueblo. Comprar dulce de higos, dulce de limas, de membrillo, de batatas, de durazno era casi una afrenta misma al pueblo agricultor donde no faltaban las frutas de temporada como para llenar los estantes. Nadie compraba porque todos hacían en sus casas. Era una de las pocas actividades donde no había diferencia de clases sociales, el pueblo todo hacía dulces de la más variada gama y unos pocos los vendían a los turistas que llegaban a Andalgalá. Los preparativos eran todo un tema. Desde comprar el azúcar a buen precio (porque este país se codeó en buena parte de su historia con la inflación), hasta comprar los membrillos a los mejores productores, los duraznos sin plagas y las batatas que no fueran fibrosas. Pero el escenario era más grande todavía. Esa fiesta del dulce llevaba muchísimo trabajo de familia durante unos cuantos días, implicaba desde preparar la hornalla casera para poner la paila, limpiar la paila de cobre con cenizas hasta dejarla brillante, limpiar los moldes de dulce para que saliera un cuadrado perfecto y tener la leña suficiente y cortada en troncos no muy grandes. Si era algarrobo mejor, así que eso había que asegurarlo con tiempo. Funcionaba como una cooperativa familiar aunque formalmente no lo fuera. Todos ponían su trabajo y parte proporcional de los recursos, según cuántos fueran los integrantes, trabajaban unos cuantos días desde la salida del sol, se quemaban un poco las pestañas y disfrutaban de la primera tanda de dulce casi en familia. No faltaban las crisis dulceras, porque siempre alguien se quejaba del color del dulce, que está muy claro, que está muy oscuro, que le faltó azúcar, que tus hijos trabajaron menos que los míos, que vos te llevas más dulce que yo. Pero aun así eran una gran fiesta que empezaba con mucha energía pero terminaba con todos agotados. No se utilizaba ningún método industrial, se pasaba la fruta para molerla en picadora manual, se extraían los jugos para la jalea en forma manual, se hacía todo como un verdadero dulce casero. Y después… el después era los más lindo, las familias presumían de la calidad lograda y y si lo conseguido ese año no era muy bueno, reinaba el silencio. El dulce más claro, firme y sabroso, sin restos de cáscaras ni semillas, era el mejor, el distinguido. La fiesta era plena cuando salía del fuego la primera “pailada”, esa que todavía estaba en plena ebullición, que salpicaba a todo el mundo. Pero no importaba quemarse un poco, lo que valía era disfrutar del primer dulce del año, ese que todavía estaba terminando de hacerse. A juntar hojas de parra bien grandes, ponerlas sobre la palma de la mano y hacer fila para que la abuela dueña de casa, con un cucharón, nos fuera sirviendo el primer dulce bien caliente del año, que se empezaba a comer desde los costados hacia el centro para comenzar por lo más frío. Claro, en enero o febrero no se comía mucho dulce, pero se calculaba hacer tanta cantidad como fuera necesaria para llegar hasta el próximo dulce. En casa si llegaba hasta junio o julio era mucho, pero nadie nos quitaba el placer de comer ese dulce en el tiempo que uno quisiera. Así eran los preparativos que empezaban en diciembre, para “tener todo listo” como decía mi abuela y el día de la membrillada sólo trabajar en el dulce. Ésta es una de las tradiciones que siguen vivas y que tal vez seguirán por siempre.


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