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Hegemonía en la patria de los prófugos


El Gobierno se plantea como estrategia de gobernabilidad el uso de una caja de herramientas que sólo funciona en escenarios de mayorías contundentes.


El Gobierno ya comenzó a despejar incógnitas sobre el país que avizora después de las elecciones. No atenuará los errores que le señaló el voto en las primarias. Los acentuará hasta donde la realidad le imponga nuevos límites.

Cristina Kirchner impuso su diagnóstico: lo que le falló al Gobierno fue impostar un giro a la moderación. Considera que si todavía hay un margen para remontar los resultados, sólo será posible atrincherándose en los rasgos más populistas de su modelo. En lo económico, hipotecando todo en una gesta de distribucionismo con ostentación de exceso. En lo político, atizando los rasgos más autocráticos.

Cristina lo actuó en su regreso al protagónico con aforo pleno en el Senado: si la moda electoral es gesticular iracundias, se puede empezar destratando como gallina a la oposición. En Diputados, a su hijo Máximo la nueva normalidad le puso un freno. Quiso forzar una sesión especial y el gallinero se le plantó.

El contraste entre la provocación de Cristina y la frustración de Máximo delinea el contorno del problema: el Gobierno se plantea como estrategia de gobernabilidad el uso de una caja de herramientas que sólo funciona en escenarios de mayorías contundentes.

El mismo contraste se pudo observar en el acto donde Emilio Pérsico sinceró el modelo identitario del oficialismo ante la impotencia, a esta altura irreversible, del presidente Alberto Fernández. Pérsico explicó que la democracia con pluralismo no funciona. Visto al trasluz: que el populismo con democracia se está tornando imposible. Aquello que reivindica como genialidad estratégica es “llenar la política de pobres”. Con la pobreza desgraciando a más del 40 por ciento de la población argentina, cuesta imaginar quién cree Pérsico que fue a votar hace un mes.

Ese programa político expuesto ante el silencio del Presidente exhibe la contradicción más profunda del oficialismo: la crisis demanda dosis cada vez más generosas y audaces de consenso político, pero el Gobierno acaba de redefinirse a sí mismo como un actor que sólo propone iniciativas desde una hegemonía que nunca tuvo. Menos tras la derrota. En términos económicos, la traducción es inmediata: el Gobierno evoca con la voz feudal de Juan Manzur una nostalgia de planes quinquenales, pero Martín Guzmán no sabe qué hará con el dólar en el corto plazo.


La renuncia, para nada imprevisible, de la jueza Elena Highton a la Corte Suprema puso en evidencia que el Gobierno no tiene ni siquiera un borrador de consenso interno para su relevo.


Ocurre que el punto de quiebre entre la realidad que demanda acuerdos y el Gobierno que ensueña hegemonía no está en la agenda de temas centrales para el país, sino en las urgencias judiciales de Cristina.

La renuncia, para nada imprevisible, de la jueza Elena Highton a la Corte Suprema puso en evidencia que el Gobierno no tiene ni siquiera un borrador de consenso interno para su relevo. La gravedad de este dato quedó desplazada por la celebración oficialista del fallo que sobreseyó a los imputados en la causa por presunto encubrimiento de los responsables del atentado a la Amia.

Alberto Fernández tenía una certeza en 2015: Cristina Kirchner firmó el Pacto con Irán para encubrir a los autores del atentado. El núcleo de ese pacto, según sus palabras, era que a los ideólogos del atentado se los juzgara “en la patria de los prófugos”, creando una comisión que funcionaría en Irán.

Cuando fue citado a declarar en 2019 por el juez Claudio Bonadio, dijo que el pacto era una decisión política, no judiciable.

El fallo que acaba de sobreseer a la vicepresidenta, y a todos los imputados en la causa que impulsó Nisman, se fundó en ese segundo Alberto Fernández. El problema es que el tribunal llegó a esa conclusión con una lógica prejurídica que es toda una innovación: en la administración de justicia, nunca el debate esclarece. Como en un juicio oral y público había riesgo de que las pruebas y testimonios abrieran dudas sobre la inocencia de los acusados, resolvieron primero amañar los procedimientos para facilitarle a la vicepresidenta un confortable simulacro de banquillo. Luego sobreseyeron a los procesados usando los mismos argumentos que desestimaron para declarar la nulidad de la causa.

Finalmente, los jueces explicaron que no hubo delito porque el pacto con Irán nunca fue definitivamente aprobado por Irán.

Una doctrina del Fernández más reciente: si no hay contagio, no hay delito.


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