Joe Biden, el primer presidente pospanamericano

Por Ernesto Semán *

La ilusión de que Estados Unidos puede ejercer un liderazgo regional anclado en la virtud, el progreso y la superioridad apenas energiza hoy a las derechas radicalizadas de América Latina. Esa es la mayor evidencia de que Joe Biden asume como el primer presidente pospanamericano de la historia. Sin embargo, el énfasis del mandatario entrante en la apertura comercial, la seguridad hemisférica y la corrupción como tropos de la relación con la región sugiere que las ruinas de aquel sueño muerto siguen siendo el ideario que nutre a los funcionarios de la nueva administración.


Aún antes de hacer nada, la llegada de Biden oxigenará una atmósfera viciada por los rasgos más crueles e inservibles de la relación del gobierno de Donald Trump con la región. Probablemente, la retórica contra los inmigrantes mexicanos y centroamericanos, y los centros de detención para niños arrancados de sus familias por agencias migratorias estadounidenses con poderes propios de una Policía militarizada, resumen la violencia simbólica y real de estos últimos cuatro años.


Biden anunció que revertirá el pacto de Trump con los presidentes del Triángulo Norte (Guatemala, Honduras y El Salvador) por el cual Estados Unidos puede enviar expeditivamente a los inmigrantes a sus países de origen. La designación en el Consejo de Seguridad Nacional de Juan González −quien de joven fue voluntario de los Cuerpos de Paz en el altiplano guatemalteco del que salen muchos de los inmigrantes− contrasta con la rudeza del trumpismo reciente. Biden aseguró que no planea continuar con la construcción de un muro en el límite con México, porque su ideario aún se alimenta de la noción de que Estados Unidos puede seguir expandiendo su ejemplo y buenas prácticas más allá de sus fronteras. La creación de una agencia anticorrupción para toda América Central sería una de esas ideas que requieren más puentes y menos muros.


Como experiencia de gobierno, Biden está formado en las contradicciones de ese panamericanismo. La última visita de un presidente demócrata a América Latina fue el viaje que hizo Barack Obama −del cual Biden era vicepresidente− a la Argentina en marzo de 2016. En su primer día, Obama apoyó acaloradamente al presidente de derecha Mauricio Macri. En la Casa Rosada, la agenda de ambos mandatarios incluyó libre comercio, seguridad hemisférica y lucha contra el terrorismo. Al día siguiente, se convirtió en el primer mandatario estadounidense en visitar el muro que recuerda a las víctimas de la última dictadura militar argentina, torturados y desaparecidos con el apoyo logístico de Estados Unidos, que en su momento fundamentó su cooperación con regímenes autoritarios sobre los tres mismos rubros que Obama había firmado el día anterior.


El panamericanismo proveyó sus últimas fuerzas a Obama, que osciló entre la indiferencia y la hostilidad hacia los gobiernos de centroizquierda de América Latina que promovieron políticas tendientes a la reducción de las desigualdades y la expansión de derechos políticos. Su administración se convirtió en una de las principales críticas de Evo Morales en Bolivia y de su política sobre drogas; la caída de Morales fue festejada durante la administración de Trump. Bajo Obama, el Departamento de Estado saludó el proceso de destitución contra Dilma Rousseff en Brasil, una remoción irregular que abrió las puertas a la llegada de Jair Bolsonaro. El apoyo del presidente estadounidense a Macri sentó las bases para la adhesión posterior de Trump, quien influyó para que el Fondo Monetario Internacional ofreciera a la Argentina la mayor ayuda económica de su historia, en un intento -fracasado- por evitar el retorno del peronismo.

La llegada de Biden oxigenará una atmósfera viciada por los rasgos más crueles e inservibles de la relación del gobierno de Donald Trump con la región.


Pero de todas las políticas específicas para la región, la que quizás represente mejor las tensiones del panamericanismo es la del Plan Colombia, el enorme paquete de ayuda militar concebido durante el gobierno de Bill Clinton para combatir el narcotráfico. Después de algún éxito relativo, el plan no detuvo el tráfico (tampoco lo hizo el acuerdo de libre comercio entre los dos países empujado luego por Obama). En cambio, sirvió para extender la presencia de personal militar estadounidense en el país, e incrementar la violencia y la violación masiva a los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad y grupos paramilitares bajo la presidencia de Álvaro Uribe. El fracaso del plan incluyó el caso de los “falsos positivos”, en el que fuerzas de seguridad asesinaron a civiles y luego los disfrazaron de guerrilleros para cumplir con las cuotas de represión esperadas por sus superiores bajo los parámetros del Plan Colombia. Y sin embargo, ¿quién se jactó durante la campaña de proclamar: “Yo soy el tipo que armó el Plan Colombia”?

Una y otra vez, los planes para “construir seguridad y prosperidad en cooperación”, como reza el programa de Biden para América Central, alimentan los conflictos que aspiran a resolver. Algo análogo a lo que sucede a nivel doméstico. Quizás en ese sentido sea más apropiado no buscar la defunción del panamericanismo en las políticas hacia América Latina sino en las calles de EE.UU, el descalabro de sus políticas domésticas, las cientos de miles de muertes derivadas de esa tragedia, y la espiral de violencia y deterioro que acompaña la llegada de Biden a la Casa Blanca.

* Profesor de historia en la Universidad de Bergen, Noruega. The Washington Post.


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