La credulidad de los corderos

james neilson

según lo veo

Si los austeros clérigos que gobiernan Irán se permitieran disfrutar de bebidas alcohólicas, ya habrían descorchado botellas de champaña o, tal vez, del vino de Shiraz tan celebrado por el gran poeta persa Hafiz, para festejar, con risas, su triunfo diplomático y moral sobre la Argentina. Todo les resultó maravillosamente fácil. No tuvieron que engañar a nadie: por motivos que es de suponer están vinculados con su deseo de congraciarse con cierta izquierda latinoamericana o, dicen algunos, con el comercio, sus interlocutores criollos estaban más que dispuestos a engañarse a sí mismos. Para mortificarlos aún más, los iraníes pudieron darse el lujo agradable de mofarse del acuerdo antes de que lo avalaran los legisladores al señalar que, conforme a su propia Constitución islamista, ningún acusado de participar de la voladura de la sede de la AMIA se vería obligado a someterse a un interrogatorio. Se entiende: confiaban en que los kirchneristas, comprometidos como están con la doctrina de la infalibilidad presidencial, no soñarían con desobedecer a Cristina. Como otros totalitarios, los teócratas iraníes cuentan con un arma ideológica poderosísima. Se trata de la convicción, genuina o simulada con tanto esfuerzo por conversos antes escépticos que terminan creyendo en su propia sinceridad, de ser los únicos dueños de la verdad absoluta, una que les parece tan sublime que siempre es legítimo defenderla con mentiras. Fue gracias a la ventaja así supuesta que, durante más de medio siglo, los comunistas lograron imponerse intelectualmente en docenas de países gobernados por sus correligionarios, intimidando a los demócratas dubitativos con certezas contundentes, un proceso que describió muy bien el poeta polaco Czeslaw Milosz, que en 1980 recibió el Premio Nobel de Literatura, en un ensayo seminal: “El pensamiento cautivo”. En los países musulmanes, el mismo fenómeno ha ayudado a los islamistas más ambiciosos, tanto sunnitas como chiitas, que fantasean con un califato universal, a conquistar el poder en Irán y a amenazar con hacerlo en Egipto y otros países árabes, además de Pakistán y Afganistán, para entonces concentrarse plenamente en la ofensiva contra el Occidente infiel. Aunque algunos dirigentes occidentales, entre ellos la exsecretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton, han advertido últimamente contra el peligro planteado por la “gran yihad” que está en marcha, la mayoría se resiste a tomarla en serio. Quienes predican a favor de la pasividad caritativa nos recuerdan que todos los países musulmanes salvo los emiratos petroleros son pobres y atrasados, que sus fuerzas militares son tan débiles que Israel es considerado una superpotencia regional, que el islam dista de ser monolítico y que, de todos modos, la fe religiosa debería considerarse un asunto privado de escasa influencia política. Tales afirmaciones motivan sonrisas sardónicas en lugares como Teherán y Riyadh. Su propia experiencia, y la de todos los demás pueblos, les ha enseñado que en un conflicto entre quienes saben exactamente lo que quieren y están dispuestos a ir a cualquier extremo para conseguirlo por un lado y, por el otro, quienes no suelen preocuparse por temas tan engorrosos, los primeros llevan las de ganar. Merced a la credulidad ajena, sectas muy minoritarias, como las conformadas por los comunistas bolcheviques y los nazis, consiguieron erigirse en amos y señores de países enormes y de la vida de centenares de millones de personas. Antes de la revolución rusa y la llegada al poder de los nazis en Alemania, sus eventuales víctimas se negaban a prestar atención a lo que decían, ya que les parecía inconcebible que hombres y mujeres inteligentes, de gustos a menudo sofisticados, fueran capaces de cometer crímenes de lesa humanidad en escala industrial, matando a millones por pertenecer a una clase social descartable o a una comunidad religiosa y étnica determinada. De haberlo previsto, los aristócratas rusos y, desde luego, los judíos de Alemania y los países vecinos hubieran huido a tiempo de quienes serían sus verdugos. Los teócratas iraníes, como los islamistas rivales de países musulmanes mayormente sunnitas y de los enclaves que han formado en Europa, son totalitarios que, de tener la oportunidad, no vacilarían un solo minuto en emular a los comunistas y nazis, matando a todos aquellos que no encajen en su rígida utopía particular. Por cierto, no se sentirían conmovidos por las protestas de exaliados coyunturales; luego de ayudar a los islamistas iraníes a derrocar al Cha en 1979, decenas de miles de izquierdistas fueron meticulosamente masacrados por los secuaces del muy piadoso ayatolá Khomeini que, como corresponde, les permitió elegir entre la muerte y la conversión inmediata a la única fe verdadera. En buena lógica, aquel episodio atroz debería haber servido para que los progresistas del resto del planeta declararan la guerra al régimen ultraconservador de Irán. No lo hicieron. Por el contrario, en Europa y en América del Norte la izquierda dura se ha aliado con los islamistas ya que, como reza el viejo proverbio árabe, el enemigo de mi enemigo es mi amigo, de suerte que cualquier movimiento que se oponga a Estados Unidos merece contar con su apoyo entusiasta. Es por este motivo que el caudillo venezolano Hugo Chávez y sus muchos simpatizantes, incluyendo, según parece, a Cristina, se han solidarizado con fanáticos extraordinariamente reaccionarios. Desde el punto de vista de personajes como el presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad y el líder supremo, el ayatolá Ali Khamenei, el exgeneral Jorge Videla es un progresista notable por su tolerancia y su respeto por los derechos humanos ajenos, pero parecería que tales detalles carecen de importancia a ojos de los kirchneristas. Tampoco les dice nada el que los iraníes se hayan alineado con los neonazis europeos que niegan que tuvo lugar el Holocausto pero que con cierta frecuencia se proclaman resueltos a superar a Hitler aniquilando el “ente sionista”: Israel. Al fin y al cabo, se asegurarán, sólo se trata de retórica para el consumo interno y por lo tanto sería un error tomarla al pie de la letra, repitiendo así lo que decían decenas de millones de personas que pronto aprenderían que les hubiera convenido prestar más atención a las palabras truculentas de los decididos a exterminarlas. Puede que sea escaso el riesgo de que aquí se produzcan más atentados como el de la AMIA, pero al exonerar, aunque fuera de manera indirecta, a los acusados de ser los autores intelectuales de aquella matanza, Cristina acaba de darles más motivos para creerse por encima de las leyes y las normas que posibilitan la convivencia internacional.


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