La pandemia y el Big Bang mundial

La explosiva expansión del coronavirus cambiará el mundo, tal como ha ocurrido antes. En la política, la enfermedad replantea nuestra relación con el ecosistema y marcará la nueva bipolaridad China-EE. UU. El rol de Argentina en este nuevo escenario global.

Federico Zapata *


La historia es una secuencia irregular de big bangs. La sentencia del historiador Peter Katzenstein hoy resuena con una fuerza asfixiante. Efectivamente, el orden internacional está cambiando, y nuestra generación, confusa y sin plan, asiste al espectáculo único desde su confinamiento. Las dos condiciones esenciales de las etapas formativas de un nuevo orden mundial -cambio en la distribución de poder entre las unidades del sistema y presencia de un acontecimiento extraordinario- presagian un movimiento tectónico.

Como bien explicó Yuval Noah Harari, el mundo entero se ha transformado en un gigante experimento que le dará forma a un nuevo mundo, en una construcción que no sólo involucra al sistema de salud, sino también a la sociedad, a la economía, a la política y a la cultura. La pregunta post-pandemia: ¿cómo seguimos? El interrogante puede descomponerse en dos partes: una pregunta de política internacional (¿cómo será el orden internacional?) y una pregunta de política nacional (¿qué podemos hacer en ese orden internacional?).


Empecemos por el acontecimiento extraordinario. Nuestra III Guerra Mundial es una contienda inusual llena de singularidades. En primer lugar, es una guerra biopolítica, que marca la emergencia de un nuevo enemigo: la enfermedad epidémica y el miedo a la muerte. La humanidad se enfrenta, por primera vez en la historia de su civilización, a un enemigo común, invisible, sin fronteras nacionales, que se nutre y se reproduce en la relación orgánica que hemos construido como civilización con nuestro ecosistema. En un artículo reciente, Alejandro Galiano decía “La Naturaleza está muerta. Hace años que la liquidamos, la empaquetamos y la consumimos íntegra. El capitalismo llevó a la civilización hasta los bordes del planeta y más allá. Todo es artificial, nada funciona como debiera, «naturalmente»”.

Es cierto, las pandemias en la historia mundial siempre tomaron al mundo por sorpresa. Pero en un mundo interconectado como el nuestro, no se trata sólo de sorpresa, sino de velocidad de contagio a escala planetario. Esa dinámica transforma un acontecimiento de salud en un acontecimiento de seguridad internacional. Como especie, estamos presenciando el nacimiento de una nueva conflictividad, en la que enfermedades y medio ambiente serán protagonistas. Parafraseando a Hobsbawm, el siglo XXI acaba de comenzar.

En segundo lugar, es una guerra de información: infodemia. No sólo busca diseminar un virus, sino también información falsa (fake news) y campañas de social media capaces de generar miedo y división. Es una guerra 4.0. Miles de micrositios, mensajes de WhatsApp, videos y contenidos que inundan nuestras redes. Sin un comando central, operan como una guerra de guerrillas, buscando transformar en realidad los peores rasgos de la naturaleza humana: miedo, odio, aislacionismo, xenofobia, racismo, segregación, polarización. De la capacidad de los gobiernos para gestionar y articular estrategias eficaces de comunicación de riesgo y de crisis, dependerá el balance final que se termine imponiendo entre democracia y autocracia.

Pero como adelantamos, toda transformación del orden internacional se rige no sólo por un acontecimiento extraordinario, sino por un cambio en la distribución de poder internacional. En lo que constituye ya un clásico en el campo de los estudios internacionales, Christopher Layne, en el pleno apogeo del poderío norteamericano (1993), escribió el artículo “la ilusión unipolar”. El razonamiento de Layne seguía la lógica del neorrealismo de Waltz: los Estados tienden a balancear el poder de los poderes hegemónicos, incluso en aquellos casos en los que los poderes hegemónicos busquen mantener su preminencia empleando estrategias basadas en la benevolencia más que en la coerción. “Los Estados equilibran el poder antes que maximizarlo. Los Estados rara vez pueden permitirse que la maximización del poder se convierta en su objetivo. La política exterior es un asunto demasiado serio para permitirlo” (Waltz).

Layne escribía con escepticismo en el contexto que presagiaba la gran estrategia de la administración Clinton: “compromiso y ampliación”. En un sentido, este marco estratégico tuvo un éxito perdurable: la globalización. Como bien entienden Farrell y Newman, la globalización fomentó una profunda interdependencia entre empresas y nacionales a escala planetaria. El sistema funciona a través de una red multidireccional de especializaciones interconectadas, que ha resultado extremadamente eficiente desde el punto de vista de la innovación, el cambio tecnológico, la productividad y la generación de riqueza. ¿Se imaginan esta pandemia sin conectividad?

De los liderazgos globales se esperan al menos tres cosas: gerenciar exitosamente la agenda de problemas domésticos, proveer bienes públicos globales, y coordinar respuestas globales.

Pero la estrategia norteamericana no fue la única que se reformuló en esta nueva materialidad. Como predice el neo-realismo, los Estados se imitan entre sí y se socializan de acuerdo con el sistema. No es casual, que casi como espejo, China experimentara en esos años un profundo proceso de des-revolución conocido bajo los términos de “reforma y apertura”. A grandes rasgos, China abandonó el discurso centrado en el conflicto de clases y la práctica de la revolución continua, para pasar a poner en el centro de la agenda la modernización agrícola, industrial, científica-tecnológica y militar. Era la emergencia de un consenso pragmático: la economía tendría precedencia sobre la política. En el frente externo, China dejó de apoyar movimientos radicales y Estados revolucionarios para profundizar su nivel de interdependencia con el mundo, y más específicamente con Occidente.

Resultado: en pocas décadas, el ascenso chino se ha transformado en una de las dinámicas fundamentales y determinantes del futuro orden internacional. Entonces, como bien lo expresa Yan Xuetong, el interregno de hegemonía de los Estados Unidos que marcó el mundo post guerra fría ha llegado a su fin, y la bipolaridad está de regreso, con China jugando su rol en carácter de superpoder junior. La pandemia ha puesto esta dinámica en el centro de la escena: mientras Washington se retira, Beijing llena ese vacío de liderazgo.

¿Cómo será la dinámica de esta competencia internacional? De los liderazgos globales se esperan al menos tres cosas: gerenciar exitosamente la agenda de problemas domésticos, proveer bienes públicos globales, y coordinar respuestas globales. Las primeras reacciones son coyunturales pero sintomáticas. En medio de la propagación, China dejó circular la idea de que el virus habría sido inoculado en Wuhan por el ejército norteamericano. Por su parte, Estados Unidos comenzó a enfatizar el origen “étnico” del virus (“virus chino”). En paralelo, ambas potencias han comenzado la carrera sanitaria por proveer el bien público: la vacuna.

Más allá de lo coyuntural-táctico, ambas potencias deberán formular un plan de salida post-pandemia. La pandemia ha interrumpido el complejo sistema de interconexiones que conocemos como globalización: ruptura de la cadena de suministros, paralización de la demanda, colapso de los mercados financieros. Lo que nos espere al final del túnel posiblemente sea una recesión de escala planetaria, con posibilidad cierta de un colapso social masivo. Por lo tanto, resultará central que las respuestas no sean nacionales. El sistema requiere un nuevo Plan Marshall anclado en dos dimensiones: (1) sectores y actividades que mejoren la productividad y el crecimiento sustentable en el mediano plazo (infraestructura y educación); (2) reconstrucción de la demanda y del tejido social a nivel internacional.

En este marco se deben formular las preguntas centrales del drama que nos toca vivir: ¿Quién tomará la iniciativa? ¿Competirán o cooperarán? ¿Evitarán dar respuestas globales? ¿Saldrá Estados Unidos de su aislacionismo? ¿Se refugiará China en Asia y abandonará Occidente a su propia suerte? ¿Se encuentra Estados Unidos en condiciones de generar una respuesta? ¿Tiene Occidente y sus debilitadas democracias algo que ofrecer? ¿Tiene sentido hacerlo o intentarlo? ¿Hay un orden de valores por los que valga la pena cooperar?

Como bien expresó Mahlet Mesfin, sin cooperación científica y de información entre las naciones, la propagación de la pandemia hubiese sido desbastadora. Nos hubiese dejado sin respuestas. ¿Por qué no pensar que, así como hemos tenido que combatir la pandemia a través de la cooperación, la transparencia y la información científica, no podemos avanzar en la reconstrucción política y económica a través de la cooperación? La crisis que se avecina, en el marco de la naciente bipolaridad, puede ser el tablero para que Estados Unidos y China, cada una con sus particularidades y sus zonas de influencia, vuelvan a sentarse en una mesa con una agenda constructiva: sacar al siglo XXI de sus horas más oscuras.

¿Qué podemos hacer en calidad poder periférico en el nuevo escenario internacional? El punto de partida no es auspicioso: Argentina viene fracasando sistemáticamente en dar una respuesta adecuada a sus necesidades de empoderamiento internacional. Hemos sido incapaces de establecer una agenda de futuro y de emprender un plan de modernización. Nuestro drama nacional podría titularse “el desacuerdo”: desacuerdo social, desacuerdo político, desacuerdo económico. En ese terreno carente de estrategia, donde solo gobierna el tacticismo de las urgencias y el corto plazo, hemos desmantelado las capacidades públicas, hemos profundizado nuestro declive internacional, hemos erosionado al sector privado, y hemos abandonado toda posibilidad de dar una respuesta social que escape a la lógica de la ambulancia.

La revolución del conocimiento ha modificado las fuentes tradicionales del poder internacional, y el conocimiento y la innovación se han vuelto centrales en el empoderamiento internacional.

No estoy haciendo un juicio de valor sobre un gobierno que acaba de empezar. Estoy haciendo un juicio de valor sobre la Argentina post-1983.

Con esta caracterización radical, el futuro post-pandemia nos ofrece un punto de inflexión: la posibilidad reconstruir un sueño colectivo, un horizonte que nos permita salir del letargo, del desacuerdo, de la esclerosis conceptual, e implementar sin dilaciones una respuesta estratégica nacional que nos permita empoderarnos internamente y proyectarnos internacionalmente.

¿Por dónde podríamos empezar? la revolución del conocimiento ha modificado las fuentes tradicionales del poder internacional, y el conocimiento y la innovación se han vuelto centrales en el empoderamiento internacional. Los sistemas nacionales que están respondiendo con eficacia a la pandemia no sólo poseen un Estado con prestaciones de salud y un cuerpo científico competitivo, también poseen un sector privado dinámico con capacidad de producir equipos de respiración, máscaras de protección, equipos de testeo, infraestructura de telecomunicaciones, aplicaciones de monitoreo, comercio electrónico, procesadores de pagos virtuales y billeteras electrónicas.

Argentina tiene una inmensa posibilidad en esa dinámica emergente del poder internacional: una tradición científica y educativa, mermada, golpeada, pero existente. Y un sector privado propenso a innovar, maltratado, encorsetado, pero existente. Si logramos modernizar el sistema científico y educativo, y vincularlo orgánicamente al sector privado, y si logramos edificar una institucionalidad que potencie al sector privado innovador en lugar de achatarlo, quizás estemos en condiciones de revertir nuestra decadencia.

La pandemia ha puesto en la superficie muchos de los cambios que podrían estar en la base de esta reconfiguración: educación online, teletrabajo, telemedicina, e-commerce, banca digital, e-sport, robotización e industria 4.0, agricultura de precisión, sustentabilidad, monitoreo biométrico.

¿Volveremos a ser los mismos después de la pandemia? Probablemente no, y esa nueva realidad cultural también implica desafiar nuestra institucionalidad. No es sólo el sector público. No es sólo el sector privado. No es el sector público reemplazando, exprimiendo y achatando al sector privado. No es el sector privado reemplazando y desbaratando al sector público. Son ambos trabajando en conjunto. Necesitamos un nuevo pacto político-productivo. Una nueva colación innovadora. Necesitamos fortalecernos. Necesitamos cooperar, sector público y privado, en forma inteligente, con un eje común: modernización e innovación. Si Argentina tiene algún futuro después de este desastre, es transformarse en una democracia del conocimiento y la innovación.

* Politólogo. Doctorando en Estudios Internacionales (UTDT). Investigador. Director de la Consultora Escenarios. Twitter: @zapatafederico


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